miércoles, 31 de octubre de 2007

25 de octubre

Quedé con Patri antes de ir a clase para pedir que nos firmaran unos documentos en la oficina de atención a los Erasmus. Estaba justo a la derecha de la parada del tren de la facultad. Habíamos oído rumores, porque en cada universidad a los estudiantes nos han dicho una cosa diferente, de que teníamos que entregar en la oficina Erasmus de Colonia un impreso para que comenzaran a remunerarnos la beca. No recordábamos nada de ningún anexo con esas características, por lo que revisamos nuevamente nuestra guía de orientación (nos la entregaron en España antes del verano, en junio, cuando firmamos el convenio financiero) y encontramos un documento que respondía a lo que nos habían descrito.

Se supone que había que enviarlo a España antes del día 15 de octubre para que nos pagaran el mes, por lo que nos llevamos los billetes del vuelo para demostrar que llevábamos un tiempo aquí residiendo. Nos atendió una amable señora que se animó a respondernos en castellano. Se defendía bien con el idioma y no puso ninguna pega en sellarnos el formulario y rellenarlo con las fechas que marcaban los billetes. Nos indicó que debíamos regresar al final de nuestra estancia para cumplir con los procesos burocráticos que la beca comporta. También nos entregó un certificado de estancia, que es lo que debíamos enviar lo antes posible. Antes de marcharnos de su oficina nos explicó que podíamos enviarlos por fax a través de los aparatos del edificio con las aulas magnas (en el que hicimos la prueba de nivel).

Fuimos a la clase de las 12:00 y a su finalización decidimos no volver a aparecer por allí nunca más. ¿Los motivos? La profesora comenzó a exigir presentaciones orales, trabajos y exámenes escritos como una descosida, sin dar tregua alguna a los Erasmus (cuya única ventaja frente al resto es que las presentaciones podrían hacerse en grupos y no individualmente, lo cual también implicaba que debía ser más trabajada que las del resto). Durante la mayor parte de la segunda parte de la clase estuvimos dibujando en los folios y jugando al ahorcado en Spanglish (nos pusieron en grupos para responder a unas cuestiones pero los compañeros que nos tocaron fueron bastante desconsiderados con nosotros porque apenas hablaron en inglés, la lengua oficial de la asignatura, lo que acrecentó nuestras ganas de no volver). Sopesamos los pros y contras de estar en la asignatura y al ver que ventajas no aportaba ninguna y que el agrio carácter de la profesora tampoco nos convencía en absoluto, pusimos pies en polvorosa al final de la clase.

La noche anterior me preparé unas pechugas de pollo fritas para el bocadillo que tenía que comerme en los escasos veinte minutos que teníamos para cambiarnos de edificio y encontrar sitio libre en el aula de la siguiente clase. Los jueves son especialmente estresantes, por lo que preparé el bocadillo a conciencia con unas lonchas de queso y pan tostada para que al menos estuviera bien alimentado y no me diera un soponcio con tantas prisas (suelo comer muy despacio. ¿Para qué tantas prisas? Comer es un placer, un privilegio que hay que disfrutar en su medida).

La clase de literatura de ese día fue criminal. El profesor se limitó a repetir lo mismo que había explicado en la clase de la semana anterior y entre las cíclicas explicaciones y que estábamos recién comidos, tanto Laura, Rocío, Patri y la chica alemana que conocí en la clase de la profesora Laversuch como yo estábamos que nos moríamos de sueño. Las 14:00 no es una hora especialmente recomendable para impartir una clase de literatura. Nos dábamos codazos unos a otros para mantenernos despiertos (o al menos aparentarlo) no porque no fuera interesante la materia sino que estábamos escuchando lo mismo que ya teníamos anotado en los apuntes. Estuvimos escribiendo misivas en un pequeño papel para mantener breves conversaciones sobre tonterías varias.

Al salir, decidimos asistir a una clase que empezaba a las 16:00 que versaba sobre el teatro contemporáneo inglés. Pregunté a unos chicos y chicas que estaban sentados esperando a que la clase empezara y me comentaron que había que actuar en una obra de teatro obligatoriamente (la obra era “Closer”, con adaptación cinematográfica con Natalie Portman (lo mejor de la película, todo sea dicho), Clive Owen, Julia Roberts y Jude Law. La versión para teatro que se hizo en España contaba con Belén Rueda como protagonista). Patri y yo nos miramos mutuamente y empezamos a reírnos al tiempo que decidíamos irnos. ¿Actuar en una obra en inglés? No es que no me sedujera la idea, pero no era lo que andaba buscando en esos momentos.

Como necesitábamos más créditos, pues no queríamos fiarnos completamente de los cuales nos habían prometido, fuimos a la sala de ordenadores comunes a consultar asignaturas. Escribimos un par de emails a los profesores de las asignaturas que nos interesaban y convenían por el horario y aprovechamos para esquematizar un calendario de posibles asignaturas para el siguiente cuatrimestre.

Nos despedimos hasta el día siguiente, a pesar de que Patri me instó a ir al Efferino, pues se habría un búnquer que era la ampliación del bar y mucha gente parecía interesada a ir. Pensé que si bajaba a Efferen podría aprovechar para hablar con Yumi pero decidí ir a Neumarkt y ya pensaría qué hacer. El motivo de mi visita a Neumarkt (aparte de que me pillaba de paso para ir a casa) era ir a Mayersche (la “Fnac alemana”) para comparar los precios de los libros para el curso de alemán, que rondaban los 15 euros. Otro de los detalles a destacar de las librerías alemanas es la homogeneidad de los precios, un libro mantendrá su precio justo en cualquier punto de venta (comparando ya no solo los libros de alemán, también los cómics y novelas). Mientras bajaba por las escaleras mecánicas para irme a casa (los manuales de idiomas estaban en la segunda y última planta) me fijé en unos carteles que estaban colgados en la entrada principal anunciando la fecha de salida del último libro de Harry Potter. Entendí que iba a celebrarse una especie de fiesta con motivo del evento. Lo que me extrañó fue la hora que marcaba: las 00:00h.

Volví a casa para descansar y conectarme un rato a internet.

martes, 30 de octubre de 2007

Mi pequeño pero ventilado cubículo (nada de rimas fáciles)

¡En primicia! ¡Las imágenes más esperadas!
¿Cansado de noches de insomnio por la incertidumbre del día de publicación de las mismas?
Tranquilo/a, joven/a taciturno/a, la espera ha llegado a su fin...

































1)El fondo del armario que hace esquina (por si esperábais encontrar algo raro, un monstruo o similares)

2)La impresora y la mesa bailona

3 y 4)¡¡Ooooh!! ¡Una estantería con luz! ¿Cómo no se me había ocurrido inventarla antes?

5)El niño que dormía de espaldas a las alturas

6)Yako (el perro de mi hermana, ¿adivináis la raza? ¿He oído pastor alemán? Serendipia, my friends), en el escritorio del portátil, presidiendo la mesa con complejo de portaviones (y mi nórdico ¡qué calentito!)

7)(Esta última foto es algo antiquilla... la alfombra lleva ya untiempo en el suelo...)











-Espero vuestras reprimendas como expertos decoradores de interiores que soís, que lo sé de sobra, piltrafillas...-

24 de octubre

Lo malo que tiene el juntar a un maníaco del detallismo con un diario que se redacta a partir de su memoria a corto plazo es que con la selección de información, en el proceso de escritura hay muchos comentarios que se quedan en el tintero, esperando su turno para ser expuestos. Uno de los hechos que me martiriza es el de querer explicar prácticamente todo lo que acontece a mi alrededor y hacéoslo llegar del mejor modo para que podáis sentir como si lo hubieseis vivido. ¿Para qué esta parrafada que en el fondo intuíais? Pues se debe a que olvidé añadir curiosidades como que desde el despacho de la secretaría de los cursos de idiomas puede verse un pequeño bosquecillo con conejitos por campando a sus anchas. La fauna que he llegado a encontrar por los mini-bosques que esporádicamente encuentro en Colonia se reduce exclusivamente a ardillas y aves. Tengo pendiente una visita a Efferen para observar erizos, que según me han dicho, los hay a patadas.

Este tipo de chorradas quizá no os diga nada pero creedme, si me conocéis lo suficiente, que si no lo incluyo reviento. No soporto olvidar cosas que en el momento de verlos apunto mentalmente en la lista de futuros elementos a comentar en el diario.

Concerniente a la mañana del miércoles, estuvo ocupada en su totalidad por la clase de Sprechen (habla en alemán), que es un curso gratuito al que asisto para acostumbrar el oído (como si no tuviera suficiente con la gente que va en el metro, por la calle o cuando voy a comprar. No, realmente no es así, los alemanes pecan de callados. Hablan más por la tele que en la vida real. Quizá sean extrovertidos, no lo dudo, pero se lo guardan exclusivamente para casa. Son muy silenciosos y cuando hablan entre ellos lo hacen por lo bajini, nada de a grito pelado como en nuestra querida piel de toro. Por lo que me veo obligado a escuchar alemán en espacios cerrados fuera de la facultad porque si no nada, por las calles los hispanohablantes, anglófonos e italohablantes están al acecho para asediarte con sus conversaciones en idiomas foráneos al de este país).

Me senté con Laurita (la malagueña) en la segunda parte de la clase, pues en la primera me tocó hacer un ejercicio de entrevista con una italiana. Aclaro de paso que hubo ligeras diferencias entre el ejercicio del curso de alemán con este. Lo curioso es que a pesar de que la clase de Sprechen está orientada a los más inmediatos principiantes, es decir, el nivel A1, el nivel de la materia impartida es mucho más elevado. Se exigen muchos más conocimientos a los alumnos y la profesora no para de hablar a una rapidez que no comprendo cómo pude enterarme de lo que explicaba. De vez en cuando Laura y yo lanzábamos rápidas miradas a una argentina que teníamos en frente para preguntar acerca de algún verbo. Mi diccionario acabó mareado de tantos viajes como le hicimos dar de un lado de la mesa a otro (de España a Argentina, emulando a un partido de fútbol). Descubrimos tardíamente que la profesora sabía hablar en castellano, un hecho que nos facilitaría explicaciones a la hora de estar en una situación desesperada, como la de no entender qué te están pidiendo.

A la salida de la clase, Laura me convenció para quedarme a comer a la mensa. Se acercó un instante al principio de la cola que había ese día para ver si veía a algún conocido con el que sentarnos y volvió riéndose, diciendo que luego me explicaría a quien había reconocido. Escogimos un filete de merluza empanado rodeado de puré de verduras con una pinta estupenda (y aún mejor sabor) y cogimos cada uno un cuenco con patatas fritas con forma cúbica. Antes de pagar, rociamos las patatas con un buen chorreón de crema de yogur (es como la salsa que le echan a los kebaps, aquí la consumen muy a menudo). Cuando nos aposentamos en una mesa con sitios libres (pese a que le insistí en que comiéramos en la mesa para niños, que me llega a la rodilla, para que sepáis la altura que tenía) se levantó para ir al servicio y de paso buscar a su amigo. Me dijo que estuviera atento a ver si pasaba por mi lado un tío alto “muy jipilongo” y “con aspecto de espinete alemán” (os cito textualmente, siempre buscando la fidelidad máxima). Nada más desaparecer del comedor, un tío con rastas rubias a lo espinete pasó corriendo delante de mí y supuse que sería él aunque ni me inmuté y volví a posar la mirada en el plato.

Laura regresó acompañada de su amigo, un alemán que vivía en su residencia el cual había terminado sus estudios de traductor y hablaba castellano pero con un acento mexicano. Se llamaba Herner, y efectivamente, tenía un aspecto desaliñado pero nos reímos con él y sus historias. Me corrigió algunas frases en alemán que le iba diciendo (Laurita ni se atrevía) y aprendí bastante de la cultura alemana. Por ejemplo, me dijo al saber mi nombre que en Alemania nadie solía llamarse como yo hoy día. Entonces le repliqué que no era un nombre tan extraño, pues en pleno Heumarkt hay una avenida que se llama “Augustinerstrasse” como le cité. Me explicó que se llamaba así por una orden de monjes de colonia, pero que lo que él quería enseñarme era que a los niños se les cuenta una historia sobre un tal “Dumb Augus” (Agus el bobo, más o menos) y por tanto mi nombre no es común entre los niños actualmente. Pensé que me estaba tomando el pelo por lo que le pregunté a un tío que tenía al lado si era cierto, a lo que me respondió que así era. ¡Pues a mi gusta! También averigüé que mi parada de metro (y barrio) se llaman “Baño Caliente” (Kalker Bad). Procuraré recordarlo a ver si cuando me pregunten dónde vivo voy a contestar haciendo proposiciones indecentes…

Tras terminar de comer, fuimos a la cafetería de la mensa (hay tres en el edificio, cada una en un piso diferente), buscando encontrar sitio en la de abajo del todo, que es la que tiene los sillones más cómodos, pero no tuvimos éxito en nuestra visita. Subimos a comprar unos cafés y unas muffins (magdalenas alemanas, que son como las del resto del mundo solo que tiene virutas de mermelada en lugar de chocolate). Enviamos una expedición a mirar si algunos sillones estaban desocupados y viendo que así era, bajé corriendo por las escaleras adelantando a dos estudiantes que pretendían sentarse en los únicos sillones libres. Una vez acomodados y despanzurrados en los cómodos asientos, Laura me explicó que no existe competencia entre las cafeterías de la mensa, pues todas son propiedad de la misma empresa y por tanto podíamos traer nuestro café de otra cafetería. Casualmente, la de los sillones es la más elegante, con estanterías de vino de exposición y con virutas de café en los soportes de las velas de cada mesa.

A continuación, Herner desenfundó la guitarra que cargaba a cuestas (una guitarra española, que para los alemanes es una “guitarra clásica”, nada de reconocer méritos a sus creadores). Averiguamos que era cantautor y que no había tomado clases de guitarra, era autodidacta. En primer lugar, nos deleitó con una canción ska que había compuesto en castellano. Nos indicó que era una canción con motivos alegres. Decía algo así como“…mi padre no puede aprender francés porque no es capaz y no se adapta… mis amigos pasan de todo y no se interesan por los problemas y yo no me preocupo porque me voy… me voy a morir…”. Primeramente nos quedamos estupefactos, con los ojos como platos tras la supuesta canción alegre. Una vez recuperados del shock, rompimos a reírnos a carcajadas hasta que no podíamos ni disimular las lágrimas. Le voy a proponer que me la escriba la próxima vez que le vea.

Seguidamente tocó un par de conocidas canciones de Sudamérica (como “el chico de Ipanema”, célebre canción brasileña, etc.) y versiones de Metallica, Nirvana y grupos alemanes (que amablemente se ofreció a traducirnos sin parar de tocar). Finalmente, tuvimos nuestro momento “zen” de tranquilidad y relajación absoluta con un par de bossa novas y composiciones de Paco de Lucía. Con este ambiente tan familiar, pude recrear mentalmente mi pueblo y mi casa. Estábamos tan a gustito que casi nos dormimos pero un cambio de tempo a forte en la última estrofa de la canción (a modo de la improvisación que suele hacerse en el jazz) nos devolvió de nuevo a la lujosa cafetería. La vela era puro caldo.

Laura y Herner me acompañaron hasta la parada de metro aunque antes de despedirse me preguntaron si conocía una tienda de discos de segunda mano, pues Laura es DJ y colecciona vinilos (otra peculiaridad de esta chica es que tiene el pelo de forma muy rara. Si la ves de frente y lleva puesto el abrigo, parece que lo tiene con corte al tazón, muy corto, pero si se lo quita, deja al descubierto su larga cola de caballo. Es caso aparte) pues le había comentado anteriormente que recordaba haber visto una en Zülpicher Platz, una zona que frecuentamos cuando salimos de marcha.

Volví a casa y descansé haciendo algo que echaba de menos, cumplir con una tradición “typical spanish”: sí, lo habéis adivinado, echarme la siesta (malpensados…). Al despertarme, preparé un par de bolsas donde guardaba la ropa sucia y con la tarjeta a mano, bajé hasta la zona de lavadoras, en el último piso, el de la entrada. Por si no lo he comentado, el sistema de lavado funciona introduciendo tu tarjeta en una máquina que te descuenta dinero del saldo del que dispongas, seleccionas el número (indicado por pegatinas) de la máquina donde previamente has colocado tu colada con el suavizante y el detergente. Si recoges la ropa en un tiempo inferior a dos horas e introduces de nuevo tu tarjeta, te devuelven un pequeño porcentaje del importe que comporta un lavado, rondando los 2-1,5 euros. También aclaro que si tardas más de dos horas en hacer este proceso, te penalizan cobrándote de más. Es un sistema pensado para evitar colapsos de lavadoras.

Hablé a través de los programas que me mantienen contacto con la gente de España para hacer tiempo antes de volver a por la colada y recogí mi húmeda (que no chorreante) ropa. La repartí al completo por todo el tendedero y acerqué éste al radiador de mayor tamaño mi habitación. Por la noche al ir a ducharme topé con la novia de Dennis, Catherina, que chapurreó un poquito de castellano como pudo y nos presentamos. Coincidí de nuevo con ellos a la hora de cenar. Estuvimos hablando de qué tal me iba por aquí y Dennis me hizo recitar lo que me enseñó acerca de Düsseldorf: si me preguntan que qué veo si vuelo en avión sobre Düsseldorf (que es la ciudad con la cual Colonia mantiene una rivalidad histórica) tengo que responder “solamente árboles y bosques”, porque en Alemania para referirse a alguien con la cabeza hueca se dice que tiene un bosque en la cabeza.

Otra más: ¿qué es lo que nunca debes pedir en Düsseldorf si no buscas pelea? Una Kölsch (la cerveza de Colonia). También me dijeron que las personas mayores llaman “botella vacía” a alguien que no sabe apenas hablar alemán viviendo en Alemania, o lo que os lo mismo, alguien que no hace aquello que se espera de él. Herner llamó “botella vacía” a Laura, ahora que recuerdo… Así estuvimos un rato tras el cual me explicaron dónde había cines con películas en versión original con subtítulos, por si algún día me apetecía ir. Se metieron en la habitación de Dennis y me puse a preparar la cena. Quería probar a freírme una tortilla francesa, así que cogí dos huevos de la nevera y los vertí dentro de un cuenco. ¿Conocéis a Murphy? Ese gran teorizador al que la ciencia no reconoce la gran validez de sus leyes. Para batir dos huevos no es necesario que la yema quede perfecta al caer en el cuenco, como sí pasa cuando los fríes. Impolutos, de catálogo, así quedaron los huevos en el cuenco, tanto que me dio hasta pena batirlos, pero mi cabezonería podía con la belleza de esas perfectas yemas.

Una vez batidos, derramé el líquido resultante en la sartén y digo derramé por no decir vertí, ya que de tanta aceite como había echado (no era tanta pero sí mucha para la recomendada para preparar una tortilla) el líquido comenzó a describir círculos por toda la superficie de la sartén. Conseguí acorralar al viscoso proyecto de tortilla y con el calor de los fogones fue cuajando y tomando forma. Aún así, no quedó una masa muy homogénea y uniforme. Dicen que en la cocina la estética cuenta mucho. Bien, pues entonces podemos considerar a mi cocina como arte cubista. Son platos abstractos, prototipos que sugieren un acercamiento de lo que se supone representan. Me partía de risa sólo mirando a mi tortilla (que para colmo se me tostó más de lo adecuado y me quedó crujiente, sumándose a sus peculiaridades) a la que decidí hasta bautizar como “Franky”, referenciando al monstruo de Frankenstein, un engendro creado a partir de una degenerada mente creativa. Podréis verlo en fotos.

Aunque Laura y Rocío quedaron para salir y me avisaron, no tenía ganas de salir y tampoco conseguí cambiar de idea hablando por teléfono con ellas por lo que me puse una película antes de dormir.


domingo, 28 de octubre de 2007

23 de octubre

Tuve que hacer acopio de todas mis energías para poder abrir los párpados, incorporarme de la cómoda postura en la que dormía y estirar el brazo para apagar la alarma del móvil. Eran las 07:45 de la mañana. Dando tumbos contra las paredes del pasillo me levanté, desayuné y marché hacia la parada del metro. Empezaba a las 08:45 la primera clase del curso de alemán. El concepto de hora punta no es algo que escape al ritmo de Colonia, por lo que sumado a los semáforos en rojo que constantemente interrumpían el trayecto hacia la universidad, resultaron ser una combinación infalible para que llegara tarde a clase. Es un don inocuo que llevo explotando desde que tengo uso de razón.

Al tercer intento conseguí dar con la puerta correcta, pero por suerte llegaba a tiempo para empezar la clase como el resto de los presentes (aproximadamente 15 personas sin contar a la profesora, de todos los sexos, edades, colores y nacionalidades). Me sorprendió ver que en mi mismo turno estaban presentes Pablo y Rocío (dos efferinos, no confundir a la chica con Rocío-la-casi-bilingüe) pues sabían muchísimo más alemán que yo, que apenas balbuceaba un par de tiempos verbales. Me detallaron lo que había explicado la profesora y procedimos a realizar unas encuestas que servirían de boceto preliminar para desarrollar unos ejercicios de conversación con los que nos presentamos los unos a los otros. Mientras íbamos rellenando nuestros formularios individualmente (previa explicación) la profesora fue tomando nota de cada uno de nosotros. Cuando se acercó a preguntarme, le expliqué mi situación y el porqué estaba allí y no en su lista. Me dijo que no habría problema, pero que necesitaba un impreso que deberían haberme entregado en secretaría y una persona para intercambiarme, o mi estancia dependería exclusivamente de su aprobación (parece que fue estricta, pero nada más lejos, lo explicó todo con un tono muy agradable).

Hicimos una parada hacia las 10:15 (nadie soportaría hasta las 12 sin hacerlo) con lo que salimos a la calle a tomar un poco el aire (pese a que la mañana se antojaba fría) y entramos en la cafetería adosada al edificio de los cursos. Se llama Asta Café y a juzgar por la música tan animada que ponen a estas tempranas horas, podría pasar perfectamente por un local “after-hours”: chill-out, música con toques latinos, merengue, rumba, etc. La verdad es que se estaba muy bien y conseguía mantenernos despiertos, lo cual tiene su mérito.

Por supuesto, las raíces son algo que por más tiempo que pases fuera no desaparecen del todo, están tan asentadas en el fondo de nuestra psique que coordinan nuestro modus operandi. En resumidas cuentas, que tras reírnos un buen rato hablando con un rumano, Gabo (de Gabriel) que se unió a nuestra conversación del café, llegamos tarde a clase armando un poco de alboroto con las carcajadas. La profesora se dirigió a mí al entrar (juro que lo primero que pensé fue: ¿qué he hecho esta vez? ¡Yo no quería pero me obligaron a hacerlo, suplico clemencia!), pero a la segunda frase ya comprendí que lo que quería decirme es que una chica italiana (que se había añadido a la clase durante el descanso) estaba en mi situación pero a la inversa. Olvidaba comentaros el nada aclaratorio detalle de que desde el comienzo, las clases se imparten íntegramente en el idioma local, por lo que en ocasiones me entero de la misa, la media.

La segunda parte de la clase consistió en la continuación del ejercicio de presentaciones, primero con un juego de encadenar nombres (debías memorizar cómo se llamaban los que iban delante de ti y a continuación añadir tu nombre. Menos mal que fui el quinto. Nadie era capaz de pronunciar correctamente el de Rocío, para disfrute del personal) para después seguir con una entrevista por parejas. Me tocó un señor egipcio que trabajaba en unos laboratorios de observación. Arrea. Creo que si seguimos a este paso, en el segundo cuatrimestre me pondrán en el nivel de los casi-bilingües.

Al finalizar la clase, me acerqué a la profesora para hablar con ella sobre si aún debía ir a recoger el impreso pero me dijo que ya no era necesario. También le di las gracias a la italiana antes de que se marchara. Le formulé a mi profesora, Margret, una última pregunta: le expliqué que si habiendo estudiado alemán solamente durante tres semanas el pasado julio, el nivel de la clase era el adecuado para mí o si debía cambiarme al más bajo para evitar problemas a la hora de seguir el ritmo de la clase. Su respuesta fue que no me preocupara, que este era el idóneo para mi nivel y que en dos semanas seguramente hablaría alemán mucho mejor. Me dio un último consejo: que evitara pasar mucho tiempo con españoles e intentara hablar con mis compañeros de piso en alemán siempre que pudiera.

Me fui a casa a comer y descansar un poco. Tenía que estar de vuelta en la facultad por la tarde, así que tras cocinar una chuleta de lomo con patatas fritas (antes de venirme, me informé un poco y averigüé que contrariamente a lo que la gente piensa, las frituras son sanas, puesto que conservan los nutrientes de los alimentos mucho mejor que los de otros sistemas de guiso, ya que su preparación es casi instantánea y el aceite permite que no se pierdan radicales libres. Más información en vuestro buscador de internet favorito) que me salió en su punto (rebañé hasta el hueso, para que os figuréis. Hice fotos que dan hasta ganas de comérselo con solo mirarlo) con un poco de pasta para acompañar.

Hablé con mis padres por el skype, ya que la noche anterior la conexión iba tan mal que consiguió cabrearme. Me fui con el tiempo muy justo (con el diario se me pasó la tarde volando. Aproveché para actualizarlo porque no conseguía dar una cabezadita). De vuelta a la universidad, asistí nuevamente a una clase de la profesora Imán Makeva Laversuch (“Whoopi”, cariñosamente, para resumir). Qué decir nuevamente de cómo se maneja esta mujer en su oficio con absoluta soltura. Solamente añadir que a pesar de sus constantes avisos de que exigía gente dispuesta a trabajar duro en su clase, la sala seguía estando a rebosar tanto como en la primera semana.

Lo cierto es que la carga de trabajo era muy elevada. El porcentaje de créditos se conseguía elaborando un trabajo de investigación en grupo que incluía visitas para documentarse a colegios bilingües, institutos e incluso países de habla inglesa. El listón de experiencias en años anteriores estaba muy alto, pues además del trabajo escrito, el mismo debía exponerse en clase, preferiblemente con opciones de interactividad entre el público (es decir, al mismo tiempo que exponías, el resto de tu grupo tendría que organizarse para repartir mientras tanto ejercicios con preguntas y juegos para despertar el interés del público presente.

Ya estábamos mentalizándonos para decidir qué hacer cuando Patri me indicó desde su sitio que esperara. Cuando todos los alumnos alemanes hubieron expresado públicamente cuál era su intención (tema a desarrollar, exposición o no), la profesora dio paso al comentario del examen escrito de múltiple respuesta, al cual se podía optar incluso sin hacer presentación. Consistía en leer un libro fotocopiado de una extensión comprendida entre las 300 páginas a doble cara, lo cual nos deja con un abultado documento de 600 páginas. Fue entonces cuando la atención pasó a nosotros, los Erasmus (el efecto boca a boca consiguió que duplicáramos nuestro número). Estábamos tan tensos que ni reaccionamos cuando la profesora nos dijo que nuestra labor se limitaba a hacer leer el libro y hacer el examen, que para colmo iba a ser más fácil que para el resto. Según extraje de sus palabras, porque comprendía que para nosotros ya era trabajo suficiente el tener que manejarnos en idiomas que no eran nuestra lengua madre.

Nos miró sorprendida al ver que ni nos inmutábamos (tardamos en procesar la información del repentino susto que nos llevamos) y se quejó diciendo que una vez hizo lo mismo en una estancia en Barcelona y la gente se puso a aplaudirle. ¿No es adorable? De verdad, esta mujer hace méritos cada día para que le cojas cariño, es un amor. No obstante, aún hay más explicaciones que añadir. Nos dijo que en la siguiente clase recaudaría un fondo para costear las fotocopias del libro, pidiéndonos un euro solamente a cada uno de los presentes. Normalmente la universidad pagaba el coste del fotocopiado, pero al ser este año el volumen de páginas mayor que el de anteriores años y contando con que éramos más de un centenar de personas en clase, el fondo se utilizaría para premiar las mejores exposiciones en caso de que tuviéramos que pagar nosotros mismos el taco de fotocopias.

La gente aplaudió la iniciativa y la clase terminó con una serie de preguntas de cuestiones técnicas (a los Erasmus ya no nos inculcaba esta cuestión) sobre los trabajos. Madre mía, ahora que acabo de caer en la cuenta, no os he explicado lo que ocurre al término de cualquier clase, algo que sin duda despertará vuestra curiosidad. Cuando las clases acaban, los alumnos aplauden, pero no dando palmadas: con el puño cerrado, golpean sucesivamente unas pocas veces sobre las mesas, de esta forma, menos ruidosa que el tradicional aplauso, se demuestra que la clase ha concluido con éxito. Quizá lo hayáis visto en las películas, pero os aseguro que es una de esas cosas que deben verse en persona.

Había quedado con los Erasmus españoles en ir al Flannagan’s , que es un pub donde la entrada sale a un euro todos los martes, pero decidí posponerlo una semana más pues estaba cansado por no haber dormido la siesta (nunca lo hago salvo que no haya dormido lo suficiente).


22 de octubre

El viernes cuando salimos de clase, y antes de pasarnos por el Teppig, fuimos a ver los resultados de la prueba de nivel. ¿Que por qué no lo dije en su momento? Por evitar que os marearais con tanta auto-referencia. Resumiendo os diré que me aceptaron en el nivel que quería (el A2) pero no en el horario que me convenía, pues el horario se solapaba con mis clases de literatura del jueves (las cuales son obligatorias para mi plan de estudios, recordad que al menos el 30% de créditos matriculados deben corresponder a literaturas). Concretamente, me habían incluido en el turno de tarde, de 14:15 a 17:30 los jueves y viernes. Casi todos con los que había hablado estaban disconformes con el grupo en el que les habían colocado, puesto que en la mayoría de los casos les habían bajado de nivel. Me comentaron que fuera a intentar cambiarme de grupo, que siendo dentro del mismo nivel no tendría mayor problema. Cuando realmente ponían trabas era a la hora de protestar por el nivel. Olvido comentaros que durante el fin de semana, nos habíamos organizado para buscar nuevas asignaturas a las que ir para hablar con los profesores para finiquitar el acuerdo de estudios con todas las asignaturas del primer cuatrimestre.

Por tanto, lo que debía hacer principalmente durante aquel día era cambiarme de grupo en los cursos de alemán y seguir el plan que habíamos meditado. Espero que no seáis lectores susceptibles de padecer ataques cardiacos porque lo que os relato a continuación puede dejaros los pelos como escarpias mínimamente. Iba llegando en el tren hacia la universidad cuando el vagón hizo su debida parada en la penúltima por la que pasa antes de dejarme a las puertas de la facultad. Es la parada de la mensa, como popularmente la conocemos, Dasselstrasse, que está situada bajo un puente por el que cruza una línea de tren que lleva a Bonn. En sus oscuros muros (no porque la luz no incida en el espacioso puente, sino porque las paredes son de color negro) suelen pegarse semanalmente decenas de carteles de fiestas universitarias, eventos culturales como ciclos cinematográficos y conciertos. Eché un vistazo a los anuncios como cada mañana hago y vi los habituales de la semana anterior: Apocalyptica, Interpol, Travis, grupos de música electrónica, etc. Todos ellos a tener en cuenta por si me daba algún día la vena sibarita y decidía ir a algún concierto de tantos como se celebran en Köln.

De pronto, noté que uno de los coloridos carteles era nuevo. Era espacioso, rojo, con las figuras de cinco mujeres impresas y el nombre de la agrupación en gran tamaño sobre ellas. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo de un extremo a otro cuando distinguí quiénes eran: ¡las Spice Girls! De pronto todo a mi alrededor se tornó de un oscuridad profunda y miles de llamas de me rodeaban. Sentí cómo un intenso fuego me abrasaba por dentro y me inmovilizaba y en mi cabeza sonaban repetidamente palabras en un desconocido idioma. Una estruendosa voz se alzó entre todas las lejanas voces y con un chorro de voz muy grave me repetía impetuosamente “¡¡…Me comeré tu alma…me comeré tu alma…!!”. Cerré los ojos mientras intentaba oponer toda la resistencia que mi paralizado cuerpo me permitía.

Cuando volví a abrirlos me encontré jadeando intensamente, con todo el cuerpo dolorido y pequeños cortes por toda la cara y las manos, según pude ver al reflejarme en el cristal del vagón. Miré al resto de pasajeros pero nadie parecía estar alterado, pues todos seguían inmersos en sus conversaciones o enfrascados en sus lecturas. Los ojos y la cara me ardían, estaba sudando y me temblaba todo el cuerpo, aunque nadie reparó en mi nerviosismo. Todo permanecía igual que como estaba antes de mirar al cartel. El tren se puso en marcha e intenté tranquilizarme sin pensar en lo que me había acontecido.

Me reencontré con Patri en la facultad, pero no le comenté nada de lo sucedido. La primera clase del lunes era la misma en la cual nos rechazaron la semana anterior, sólo que se impartía con otra profesora los lunes a las 12:00. La nota curiosa viene cuando siendo los apuntes idénticos, la materia exactamente la misma (¡viva la libertad de cátedra!) e incluso la organización de la clase, la profesora no nos puso pega alguna a que asistiéramos a su asignatura. Increíble pero cierto (aunque en este día parece que voy a prodigarme contándoos sucesos extraordinarios).

Salimos de la clase y me dirigí al edificio de los cursos de alemán, pero viendo que cerraban en poco tiempo y que la cola era considerable, decidí volver con Patri y los demás que me esperaban para comer en la mensa (también conocía allí a una chica que estudiaba periodismo, Rosa, que me explicó algunas cosas sobre los cursos gratuitos a los que podía apuntarme). Nos reunimos con un grupo de españoles a los cuales seguro que ya recordaréis, el grupo de traductores con los que coincidimos en muchas clases: Carlos, Clara, las 3 Lauras (dos valencianas (de Villa Real) y una malagueña) y Rocío. Todo parecía ir sobre ruedas en la comida, pues fuimos a la mensa todos juntos y nos sentamos en una mesa que ocupamos al completo. Empezamos a hablar de nuestros planes para Halloween, pues algunos tenían pensado ir a Disneyland París a pasar la noche, ya que se celebraba una fiesta ambientada con motivos relacionados con la noche de los muertos. Fue en el momento en el que empezamos a hablar de la vuelta de España cuando Carlos comentó que el día 20 de diciembre, en el cual regreso a casa, coincidía con un concierto al cual él quería ir. Todos nos sorprendimos cuando nos dijo el importe de la entrada: 77 euros. Entonces una incauta preguntó el nombre del grupo, el cual me veía venir. Efectivamente, Carlos respondía que eran ellas, ¡las Spice Girls!

Instantáneamente salí despedido de la silla, mi cuerpo empezó a elevarse unos metros por encima del suelo y al mismo tiempo que repetía sin cesar frases en latín empecé a vomitar sangre por toda la sala. Mi cabeza giraba sobre sí misma por lo que todos los que se encontraban a menos de 5 metros de distancia quedaron impregnados. La gente no paraba de gritar horrorizada pero paralizados por el miedo no huían, se quedaban inmóviles contemplando la grotesca imagen. Según me dijeron, tenía los ojos en blanco y reía histriónicamente imitando una diabólica carcajada. No recuerdo nada de ese breve lapso de tiempo, que según me comentaron los que fueron testigos del incidente, duró apenas unos segundos, tras los cuales, me desplomé en el suelo sin conocimiento.

Cuando recobré el sentido, mis compañeros me instaban a incorporarme y me ofrecían agua mientras se limpiaban con poco éxito del líquido rojo con un par de pañuelos de papel. Entre dos me cogieron de los hombros y me sacaron a la calle a que tomara un poco de aire para recuperarme. No era muy consciente del panorama, pues me encontraba muy mareado, pero recuerdo la pálida cara de una chica que se puso a llorar histéricamente cuando pasamos frente a ella al salir por la puerta. Imperaba un silencio que desapareció a nuestra salida, pues el escandalizado público irrumpió en un gran bullicio comentando lo que habían presenciado.

Rocío y Laura se me adelantaron y fueron a lo de los cursos de alemán, por lo que me las encontré unos puestos más adelante en la cola de espera. Laura me animó a que me apuntara con ella a un curso gratuito de habla en alemán. Ella estaba casi como yo, en los primeros cursos de alemán, en el A1, el más bajo, pues Rocío (que por cierto, nos comentó que había vivido 3 años en Bonn y que era bilingüe de alemán prácticamente) era su traductora con casi todo el papeleo. Sentimos empatía porque yo había pasado por lo mismo con Patri, por lo que nos reímos. Esperando, conocí a mi tándem, una chica japonesa que vivía en Efferen. Os explico, tándem es un sistema verbal que se ha implantado en muchos países entre estudiantes. Consiste en intercambio de idiomas entre hablantes de cada lengua. Conoces a una persona y le invitas a que sea tu tándem. A partir de ahí se establece un vínculo altruista en el que se queda con esa persona para practicar el idioma que te ofrezca.

Empecé a hablar con Yumi, la japonesa, en un diálogo que mezclaba japonés e inglés. Intercambiamos expresiones y números de teléfono y acordamos que quedaríamos para hacer tándem. Me despedí de ella cuando me tocó entrar y allí una mujer atendió a mis explicaciones. Me inscribió en unos cursos de fonética y habla alemana (el que me recomendó Laura) y me dijo que no habría problema con el cambio de grupo si hablaba con la profesora, pues esos niveles no solían tener muchos alumnos. Solamente pedían un requisito, encontrar a una persona que quisiera intercambiarse por mí. Me resultó un tanto absurdo (debe de serlo para que me lo parezca, creedme) pues a ver cómo iba a conseguir cumplirlo, no se me ocurría nada en ese momento.

Me fui directo a la siguiente clase, pues casi toda la tarde la había pasado en la calurosa sala de espera de la secretaría de los cursos de alemán. Debo decir que me encantó la clase de conversación, que era la que tocaba. Para empezar, la profesora era un chica que tenía ¡20 años! Con diferencia, la más joven de cuantas he tenido. Repartió para toda la clase unas cajas con galletas de chocolate y unos caramelos de chocolate y cacahuete (como los Conguitos) que íbamos pasándonos unos a otros. La profesora se presentó y nos dijo que los temas a tratar serían libres, que no nos preocupáramos por los errores que cometiéramos hablando y que sobre todo nos lo pasáramos bien, como en casa. Dado que era el primer día, era el turno de las presentaciones, con lo que descubrí que también existen frikis fuera de España y que casi la mitad de los presentes (una docena) eran seguidores de la ciencia-ficción. Se armó un revuelo cuando empezamos a hablar de Héroes con lo cual nos reímos y lo apuntamos como tema a tratar en futuras clases.

Hacia la mitad de la misma, la profesora nos dividió en parejas para hablar los unos con los otros y después hacer un resumen. Éramos impares, por lo que me uní a Laura y la chica con la que hablaba. Estuvimos hablando de nuestras carreras y de nuestra vida en Colonia, con lo que descubrimos que la chica (que era mayor que nosotros) llevaba una vida con bastantes paralelismos respecto a la nuestra. La sombra del sistema del Studentenwerk es muy alragada… Finalmente, Laura le preguntó que si tenía bicicleta y si sabía dónde poder comprar una tras lo cual comenzamos a bromear con ella diciéndole que tuviera cuidado con su bicicleta, que sabíamos que era rosa y tenía ruedecitas traseras, y que planeábamos robársela. La chica se asustó un poco al principio pero luego se rió y nos dijo que le echaría un ojo más a menudo (llegamos a convencerla de que era rosa).

Cuando nos tocó hacer el resumen, fui el encargado de hablar por nosotros así que lo resumí en que brevemente habíamos averiguado que la chica tenía una bicicleta rosa y que al comentarle que íbamos a quitársela, ella nos había amenazado con llamar a unos amigos para que nos dieran una paliza y nos tirarían por una ventana. Entre risas, la chica explicó realmente de qué había ido la conversación. Al terminar la clase, un chico rumano se me acercó e iniciamos un intercambio cultural sin precedentes, que tocó temas tan trascendentales y metafísicos como los tacos (¿qué pasa, cabrón? Su expresión favorita) o que conocía lo que era una perilla. Le contesté que claro, que era una barba pequeña, con poco pelo, a lo que él me replicó que se refería a la que tienen las chicas…

Nos despedimos y en el tren de vuelta a casa fui ideando una estrategia con la que hacer frente al cartel de las ignominiosas cantantes. Al llegar a la parada de los carteles, me subí la camiseta y pegué mi desnudo pecho contra la vitrina del vagón, de manera que mostraba un pezón al cartel y simultáneamente cantaba la canción de Doraemon a modo de protección mental con la cabeza tapada para no estar expuesto directamente al cartel del concierto. Aguanté así hasta que el tren reanudó su marcha y lo último que vi del cartel era cómo se extinguía en unas repentinas llamaradas. Sonreí aliviado a aquellas lenguas de fuego que desaparecieron tan pronto como vinieron. Había triunfado combatiéndolas.

21 de octubre

…también conocido como EL DÍA.

Me levanté y tras desayunar y deambular durante un ratillo por mi piso, abrí de nuevo la tapa del portátil. Como tampoco tenía mejor cosa que hacer esa mañana, enchufé el cable de red al puerto de conexión y descubrí un pequeño aviso en la esquina inferior derecha de la pantalla que rezaba “Acceso a Red Local”. Intuía que algo se estaba cociendo por lo que fui a despertar a Edu para preguntarle acerca del extraño aviso. Tampoco él entendía lo que quería decir pero me dio una nota con las instrucciones que debía seguir para conectarme a internet una vez dispusiera de línea. Bajé a mi habitación pero antes de marcharme Edu me informó de que el grupo de Erasmus españoles de Deutzer Ring 5 iban a ir esa tarde a ver la final de la fórmula 1.

Seguí los pasos y… ¡por fin disponía de conexión a internet en casa! Pocas veces me he alegrado tanto estando en un decimoquinto piso (es un hecho que sigue presente, aunque lo ignore. Más bien me he habituado. Doy rienda suelta a mi instinto voyeur de vez en cuando por lo que ahora agradezco estar tan alto, irónicamente). En seguida me puse a configurar todos los exploradores y programas para contactar con casa. Realicé unas llamadas por el Skype (con el que pueden hacerse video-llamadas) y hablé con quién pillé por banda por el Messenger. Así fue como me enteré de que los efferinos y el resto de Erasmus también irían a ver correr a Alonso.

Tal era la euforia que me embargaba que no podía ni esperar a que las patatas fritas terminaran de dorarse para volver a hablar a través del ordenador, por lo que tuve que conformarme con unas patatas algo crudas con una pechuga de pollo a la plancha. Me entretuve todo lo que pude hasta que llegaron las 16:30, hora en la que debía bajar a los buzones del último piso, punto de encuentro para ir a ver la carrera. Empezaba a las 18:00 pero el bar al que íbamos estaba en Junkerdorsf, en el extremo occidental de la ciudad, por lo que echaríamos un ratillo en el tren.

Conocí a bastante gente en la reunión, pues aunque era consciente de que había españoles en mi bloque, jamás hubiera pensado que superábamos la veintena, y eso que no íbamos todos (unos quince). Por el camino una chica me estuvo hablando de lo mal que lo pasaba porque vivía en el primero, puesto que no tenía cortinas y la gente podía ver su cuarto desde fuera prácticamente. También venían Luis y muchos conocidos.

Llegamos a la parada que correspondía y, oculta tras una maraña de árboles, encontramos la pequeña tasca/taberna/bar que nos cobijaría aquella tarde. Aunque era pequeñita, no sé explicar cómo cogimos cómodamente una treintena de personas en la angosta zona de no-fumadores (o eso ponía, aunque la gente hizo caso omiso). Lo curioso es que en medio de la zona donde estábamos y la barra, se erigía una espaciosa mesa de Black Jack siempre ocupada por empedernidos jugadores.

Vimos la retransmisión de la cadena RTL en una pantalla grande de tela, pues las imágenes provenían de un proyector. Nos estuvimos riendo y gritando sin darle importancia a las reacciones de los sorprendidos y también animados alemanes. Laura, una de las efferinas (aviso que he llegado a conocer a tres “Lauras”: dos efferinas y una malagueña, que es la que va con Rocío (las chicas de la matrícula, para que os aclaréis)) y Rafa, un canario que vivía cerca del bar, me iban explicando los entresijos de la carrera: el sistema de puntuación, las clasificaciones, los momentos clave, etc. Confieso que soy un absoluto desconocedor de este deporte, a pesar de que mi hermana pequeña y mi amigo Santi son unos forofos del mismo.A pesar de ser un profano, no me arrepentí de ir allí. Celebramos a gritos la derrota de Hamilton, que no el tercer puesto de Alonso y cantamos a coro.

Después, casi todos se marcharon y me quedé con un reducido grupo con el que fui a conocer la residencia de Clara, Rocío y Rafa, entre otros. Tampoco tuvimos que andar mucho, pues el alargado edificio era el mismo bloque que se alzaba sobre el bar donde habíamos estado. Era un bloque de pisos mucho más vetusto que DR5, pero curioso, pues tenía más aspecto de residencia. Subimos en el ascensor, el cual tenía un fondo falso que tardó poco en ser descubierto por los que nos subimos en él. Vimos un par de habitaciones y antes de marcharnos subimos hasta la última planta para divisar las vistas que ofrecía el anochecer de la zona. Evidentemente lo más cercano que estuve de la escasa barandilla sin barrotes que tenía el pequeño balcón (no tenía la magnitud necesaria para que pudiera catalogarlo como una azotea) fueron 3 metros, los suficientes para poder avistar un iluminado estadio (el de fútbol de Colonia).

Volvimos a casa, no sin antes despedirnos hasta la siguiente jornada, y descansé en mi habitación sonriendo al, ahora conectado a la red de redes, ordenador portátil.

20 de octubre

Me levanté con el convencimiento de dedicar el día a realizar las compras pendientes y pertinentes. Desayuné, me preparé para salir y cogí el material que necesitaría para llevarlas a cabo: la mochila, la cartera y un par de post-it con la lista de la compra. Primero fui a Neumarkt y allí hice mi primera y más urgente parada: una tienda de libros y discos llamada Mayersche. Es una especie de Fnac a la alemana, con plantas temáticas dedicadas enteramente a libros, discos y películas de todo tipo. Estaba allí con un propósito claro, una corazonada me decía que quizá allí vería colmadas mis ansias por conocer los cómics que se editaban en este país. Lo que no esperaba era que mis expectativas fueran superadas como lo hicieron: al final de la primera planta encontré al menos cinco estanterías y dos mesas repletas de relucientes mangas. Sí, sola y enteramente mangas. Juraría que estaba especialmente iluminada por un halo de luz de dudosa procedencia y que escuché unos coros celestiales durante unos instantes.

Por increíble que parezca, solo ojear unos tomos por encima y mirar los títulos de cada estante ocupó una hora de mi tiempo. Me entretuve lo menos posible en cada tomo que cogía, pero quedaba fascinado por lo bien conservados que estaban, el olor a nuevo que desprendían y sobre todo el precio: eran dos euros más baratos que sus homónimos españoles en casi todos los casos. Cuánto deseaba en ese momento dominar el idioma para poder enfrascarme en la lectura de los que no tenía (que eran un buen puñado de títulos, la mayoría quizá). Tras babear durante ese tiempo, fijé mi mirada en la estantería más apartada de todas las que había y una sonrisilla se me escapó al notar que era el único espacio que habían destinado a los cómics de factoría europea y americana. Este hecho permitió que despertara de aquella ilusión y recordé que estaba en Neumarkt por otros motivos aparte. Por suerte no tuve que pellizcarme para comprobar si continuaba soñando, pues los tomos seguían en su sitio y eran perfectamente tangibles.

Salí con la promesa de volver algún día a comprar mi primer manga íntegramente en alemán para practicarlo de paso. Anduve por las calles de Neumarkt de las que ya iba fabricando recuerdos (la recarga del móvil, el día de las compras, el primer día, cuando me perdí con Edu, etc.) y antes de llegar a la zapatería, descubrí que otro Mayersche estaba junto a ella. Corrí hacia la zapatería antes de ser absorbido de nuevo por el magnetismo de la tienda con la gran M como símbolo. Subí a la tercera planta, la de calzado de hombres y previendo encapricharme de nada más, cogí los números que calzaba de los pares de zapatos dandy, las botas de piel y las botas de piel sintética. Qué buen comprador que estoy hecho, modestia aparte. Me quedaban como un guante y estaba muy contento, pues hacía años que no me probaba unas botas (recordaba de cuando era pequeño que me gustaba entretenerme atándome las botas con mil nudos y que pesaban tanto que moviendo un poco los pies, la gravedad hacia el resto y daba grandes zancadas sin esforzarme. Quizá la pereza que fui desarrollando por atarme las botas propició que desde hace años prácticamente solo calce zapatillas de deporte).

La dependienta intentó venderme sin éxito (aunque en inglés) un producto que convertía en impermeables a las botas con un solo rociado de spray. ¡Qué cosas! Me fui con mis compras en dirección a Heumarkt, haciendo el camino a la inversa de cómo lo había recorrido el día que me perdí. Todavía tenía que comprarme un llavero (ahora os explico con más detalle) pero no pude evitar pararme a ver un escaparate con motivos de Halloween en el cual descubrí mi nuevo amor: un objeto que pienso utilizar para mi futuro disfraz. No puedo daros pistas porque serían muy aclaratorias. Como decía, la última compra en Heumarkt antes de volver a casa fue un llavero. Escogí uno con una correa de tela negra pelín larga con un mosquetón al final.

El motivo de la necesidad de esta compra es que si hay algo que debes evitar a toda costa si eres inquilino de una de las residencias del Studentenwerk es extraviar tu juego de llaves. Dependiendo de tu vivienda, puedes tener que llegar a pagar de 50 a 300 euros, un baremo bastante exagerado. El motivo es que si las pierdes, por seguridad tienen que cambiar todas las cerraduras de la residencia: las de fuera, ascensores, pisos y habitaciones. ¡Imaginaos eso para mi residencia que son 20 pisos, 3 ascensores y 15 personas por planta! Prefiero no pasar eso. Claro que te dan unas dos semanas para que las llaves aparezcan… ¿van a aparecer si no las has encontrado por más que buscaras?, ¿y si te roban? Porque fue lo que le pasó a Tamara, una chica a la que conocí en la fiesta de la casa de Ruth. Tuvo la mala suerte de ser la única a la que robaron (o al menos que se sepa) y eso que Alemania es un país relativamente seguro, a pesar de lo cosmopolita y la mezcolanza de culturas.

Como veis, el a simple vista práctico sistema de vivienda para estudiantes tiene su reverso oscuro. Creo que la penalización es hiperbólica pero poco puedo hacer salvo intentar no ser víctima de ella. Regresé a casa solo para soltar las compras y marcharme a hacer las semanales, es decir, comida y gastos de necesidad. Esta vez el turno era el del Plus, por aquello de hacer compra comparativa. Me salí del presupuesto por lo que decidí convertirme en un incondicional del LIDL a partir de ese momento. Claro que también se debe a que compré productos de largo consumo, como patatas, detergente para la lavadora, suavizante, huevos, carne y cosas por el estilo. Una pena, me quedé con las ganas de llevarme un zumo de plátano con melocotón. Otra vez será. Por cierto, que una señora muy amable me ayudó con el batallón que pretendía comprar esperando hasta que terminara de meterlas en el carro y metiendo las cosas que se me caían con el descuido.

Poco más tengo que contar de este día tras la ajetreada mañana. Mención especial a la gran comilona que me di. Me preparé una sopita de verduras calentita con un filete de lomo recién comprado. Comí con tanta ilusión como ganas, pues tenía dos platos para comer, todo un logro. Una manzana clausuró el banquete. Por la tarde estuve hablando con Dennis y Renaud, quienes me ofrecieron como lectura una guía de cervezas, cosa que les agradecí pero que tuve que posponer hasta que pudiera entender algo más que palabras sueltas… Pasé el resto del día visitando a mis vecinos (que estaban agotados tras la fiesta en la discoteca el día anterior) y escribiendo en el ordenador.

19 de octubre

Muy a mi pesar, tuve que madrugar para ir a clase a las 10:00. El lado positivo del asunto, que lo tiene, no hace falta que me esmere en buscarlo, es que es la única clase que voy a tener los viernes durante este cuatrimestre, siguiendo los planes de estudio que hemos concebido. En el tren, me senté junto a una cara conocida: una de las chicas a las que conocí en la clase de la profesora Laversuch (la de Diferencias entre el inglés británico y el americano, la clase de “Sister Act”). Curiosamente, también iba a reencontrarme en breve con esa profesora, pero ya en clase, puesto que la asignatura de ese día también era impartida por ella. Estuve preguntándole sobre asignaturas de literatura que pudiera hacer, puesto que de todas las que matricule en un cuatrimestre, al menos un 30% de ellas deben de ser literaturas por deseo expreso de nuestro coordinador Erasmus de España, quien casualmente es jefe del departamento de literatura. ¿Casualidad? No seáis malpensados… pese a que os incite a serlo.

Subimos al bien oculto cuarto piso y comprobamos que el poder de convocatoria de esta gran profesora seguía haciendo efecto aunque sensiblemente en menor medida (supongo que a los alemanes tampoco les gusta madrugar. En algo tenemos que coincidir, ni que fueran de otro planeta). De nuevo, sus clases fueron explosivas, interesantes y conseguían transmitir la energía que emanaba de sus discursos, horarios intempestivos aparte. Cuando la califico como gran profesora es porque serios argumentos respaldan mis opiniones. Es una profesora que hace interesante la materia, viviéndola, comunicándola con soltura y preocupándose en demasía de los alumnos. Ella misma lo dice y se encarga de demostrarlo en cada minuto. Puede que sea la excepción, pues aunque es norteamericana de origen, su metodología no tiene nada que envidiar a la del mejor profesor europeo. Para que luego digan que el sistema académico yanqui está en decadencia (aunque puede que me precipite basando mis conclusiones en un solo sujeto). Sus clases son dinámicas y participativas. Podría seguir alabando su labor pero como el tiempo apremia, termino diciendo que si alguna vez fuera profesor me gustaría poder enseñar y gustar tanto como ella a mis alumnos.

Hablamos con ella al final de la clase y se alegró de volver a vernos en una de sus clases, pues recordaba nuestras caras. Nos dijo que no podía darnos el mismo número de créditos que en su otra asignatura, pues en esta la carga de trabajo era menor (nos prometió un par de créditos menos, aunque eso seguía sin convertir la asignatura en una de las peor recompensadas). De todas formas nos animó deseándonos un buen fin de semana.

Al salir de clase (pensaba no utilizar esta expresión, pero lo siento por aquellos que pensaran lo contrario: existía antes de aquella serie de televisión) bajamos la calle en dirección al Teppig. Nuestro objetivo primordial era comprar un tendedero de alambre para llevar a casa, aunque Patri no pudo resistir la tentación de comprar un par de libros de bolsillo en alemán ni yo la de hacer lo mismo con un tazón para desayunar cereales y una revistilla de sudokus. Los tendederos costaban 5 euros por lo que no salimos muy escaldados económicamente en esa ocasión.

Por si os quedaba alguna duda de si mi habitual torpeza había desaparecido en tierras germanas, os confirmo que volví a las andadas. Sé que no es una hazaña titánica, pero me costó no darme de bruces contra la gente en el metro. Cualquier persona hubiese colocado el tenderete bajo su brazo y lo hubiera llevado hasta casa sin mayor inconveniencia. Cualquier persona, no yo. Para empezar, me quedé apoyado en la rampa plegable del vagón de tren, de manera que al llegar a una parada, quedó obstruida por mi culpa y un pitido avisó del suceso. Evidentemente, no me di cuenta de ello hasta que una chica se acercó por mi espalda y me lo explicó brevemente en un perfectamente inentendible alemán. Seguidamente, en la parada de Neumarkt, donde tenía que hacer transbordo, inconscientemente me colocaba el tendedero delante de la cara por lo que imposibilitaba mi visión. Volvía a ponerlo en su lugar bajo mi brazo pero reincidía y al momento lo tenía de nuevo en la cara involuntariamente. Pude chocarme con varias personas que temerosas de su vida, decidían emprender la huída a mi paso. Sin darme cuenta, la gente iba apartándose dejando un espacioso pasillo delante de mí.

Finalmente llegué a casa y allí, para no dar la nota (aunque ya sabéis que me sale solo) me lo coloqué sobre la cabeza, como si fuera un sombrero. Ahora la gente no se apartaba en la escalera mecánica, ciertamente porque no podían, por lo que agachaban la cabeza para que no se la cercenara. Cada vez que me daba cuenta, decía la palabra que más uso en alemán no porque sea mi favorita sino más bien por necesidad: Entsuldigung, que significa “lo siento”. Me pasé por la sala de informática de la Fachhosule y allí tuve la suerte de encontrarme con Luis, un vecino de Deutzer Ring 5 que estudiaba allí. Digo que tuve la suerte porque había llegado horas más tarde del término del horario del becario aquella mañana y Luis me ayudó a completar el formulario. Satisfecho por haber cumplimentado finalmente los procesos para activar la conexión a internet en mi cuarto, llegué a casa y desplegué mi nuevo y flamante tendedero tras liberarle de su prisión de plástico.

Me preparé un plato de bacon (la variedad no fue el tema a tratar en esa semana, pero es algo que he solucionado) comí muy a gusto conforme a las pequeñas victorias de aquella mañana. Charlé con mis compañeros y a continuación (anuncio importante: si no queréis cambiar la imagen que tenéis sobre mí radicalmente y preferís seguir viviendo felices en la armonía que proporciona la ignorancia saltaos este párrafo, pues describe una serie de eventos que anteriormente nunca hubieseis relacionado con mi persona. Avisados estáis) me puse a limpiar el piso a fondo con ellos. Dennis se encargó de los cuartos de baño y el pasillo. Renaud de su cuarto y yo del mío tras ayudar a Dennis con la loza. Primero barrí (no hay registros audiovisuales, se siente, tendréis que conformaros con la narración) todos los rincones que conformaban mi habitáculo para después pasar la aspiradora sobre ellos haciendo especial hincapié en la alfombra.

Pasamos buena parte de la tarde poniendo a punto nuestra vivienda por lo que al concluir nuestra tarea, regresamos a nuestros respectivos cuartos. Ese día estaba creativo por lo que aproveché para actualizar el diario. No hay mucho más que contar de este día, pues finalmente no salí (puede que fruto del agotamiento que supuso limpiar (ironía, por si no lo entendéis)). Me preparé una cena rápida por lo que Dennis me invitó a comer de la pasta con queso que se había preparado. Primero lo rechacé pero como me vio un poco hambriento insistió en invitarme a compartir su guiso por lo que accedí a su petición explicándole que desde el principio quería probarlo pero que lo había rechazado por educación, porque me habían enseñado a ser correcto allá donde fuese. Me dijo que no tenía que volver a serlo y que para otra vez lo evitara. Le di las gracias y cuando terminé me puse a ver una película. Con razón no tenía ganas de salir, pues del sueño que arrastraba ni terminé de verla.

18 de octubre

Como escribo desde el futuro respecto a los hechos que acontecen en este día, puedo calificar esta jornada de experimental. De buena mañana, sobre las 12:00, los filólogos nos reencontramos dispuestos a seguir peleando por conseguir créditos y matricularnos en todas las asignaturas posibles (que no fueran abusivas y cuadraran con nuestro horario). La primera clase que tuvimos fue impartida por completo en alemán, asentando precedentes para el resto de las clases de inicio del semestre. Dicen que los alemanes son personas muy lógicas (como su idioma) y coherentes con sus actos, hecho que corroboro. Como muestra, un botón: la profesora, que por cierto es muy joven (recién sacada de la cantera), explicó para la audiencia de la clase los contenidos y la información introductoria de la materia en un perfecto y fluido alemán para concluir su discurso en inglés comunicando que el resto de las clases se impartirían en este idioma.

Durante su apasionante introducción, Patri iba informándome sobre lo que iba captando. También estaba con nosotros otra amiga, Clara, que estudiaba Traducción en Sevilla y a la que conocíamos desde la semana pasada. Al final de la clase tuvimos un momento de empatía en el que intercambiamos entre nosotros nuestros sentimientos de desinformación (todo con un par de gesticulaciones), por lo que fuimos a hablar con la profesora. La abordamos entre los tres para preguntarle sobre los créditos, nuestra matriculación en su asignatura y demás preguntas pertinentes. En apenas 5 minutos nos resumió el contenido de lo que había explicado durante esa primera clase y respondió afirmativamente a nuestras peticiones, aunque la cuestión del número de créditos volvió a quedar en suspense.

Poco puedes disfrutar de la comida, independientemente del plato, si cuentas con menos de media hora para ir desde mi facultad hacia la mensa, hacer cola para coger lo que vas a digerir, volver a hacer cola para pagar, encontrar sitio libre donde sentarte a comer, sentarte, caer en que no puedes comerte un filete sin cubiertos, levantarte a por ellos, volver, sentarte de nuevo, comer, (reposar queda excluido del proceso, es un proceso optativo) y regresar a la biblioteca para ir de nuevo a clase. La comida fueron unos champiñones con carne, pero si hubiesen sido sopa con callos no lo hubiera notado. Apenas pude comerme un yogur con gelatina que escogí como postre.

Con la comida todavía en el esófago y evitando que no salieran a flote tropezones de comida, fuimos a la clase de literatura que ocuparía la siguiente hora y media de nuestro tiempo. Conociendo el tirón que tienen las películas de universitarios, el aula magna donde íbamos estaba abarrotada de gente. Tuvimos suerte de encontrar dos asientos libres bien situados desde donde podían cogerse apuntes perfectamente, pues la acústica de la sala era idónea para la fila en la que nos sentamos. Nuestro profesor de literatura, que resultó ser la misma persona que nuestro coordinador Erasmus, al que nunca pillábamos en su oficina, era la viva imagen del científico loco arquetípico. Era bastante gracioso ver cómo interpretaba los pasajes que iba leyendo, aunque le encontré algo sobreactuado, para qué negarlo.

Hablamos con él al término de la clase (sé que puede sonaros repetitivo, pero es el proceso que debemos seguir si queremos que todo vaya sobre ruedas, ya que los asuntos académicos se resuelven avasallando a los profesores con peticiones que en su mayoría no cumplen rigurosamente a no ser que seamos pesados) y prometió ayudarnos en lo que pedíamos. A la salida coincidimos de nuevo con Rocío y Laura, las chicas que conocí esperando para matricularnos, que ya son unas caras habituales para nosotros, pues tenemos varias clases en común aparte de la que acababa de finalizar.

Subimos al cuarto piso de la biblioteca para entrar en una nueva asignatura que fue toda una sorpresa, negativa para más señas. Para empezar, estuvimos al menos un cuarto de hora esperando sentados dentro de la clase hasta que una chica me preguntó si sabía alemán. Le contesté que apenas podía decir unas frases muy trilladas y me explicó que la clase en la que estábamos no era la adecuada, pues estaba íntegramente en ese idioma. Acto seguido entró un hombre que anotó unos horarios de consulta en la pizarra. No era el profesor sino un becario. Por fin decidimos revisar si nos habíamos confundido de clase, hecho que confirmamos pues la que nos correspondía era la de la puerta siguiente. Entramos sin hacer ruido y por suerte la profesora no había llegado aún. Nada más entrar, esta profesor volvió a hacer gala de un alto grado de coherencia, dando sus explicaciones introductorias en un alemán muy correcto pero inútil para una asignatura impartida en inglés.

Pasados unos minutos, comenzó a dialogar con los presentes en inglés por lo que pudimos entender que era una asignatura en la que poco teníamos que hacer. Una chica sentada a mi lado me comentó que esa clase era una enfocada especialmente para los estudiantes alemanes pues les preparaba para ser profesores específicamente pensada para alumnos de fin de carrera (estuve por indicarle que también yo estaba en mi último año de carrera, pero hubiese sido algo que probablemente ella hubiera tomado como una broma. Me explico: creo que soy la única persona de mi carrera aquí en Alemania que con 21 años está terminando la carrera. La mayoría de compañeros de clase en cualquiera de las asignaturas a las que hemos asistido tienen edades comprendidas de veintitantos para arriba. Se lo comenté a Patri en una ocasión y me dijo que es habitual que una persona termine su carrera en 7 años aproximadamente, pues se lo toman “con filosofía”. Compaginan el trabajar con los estudios, viajan más al extranjero (en parte porque debe de haber más y mejores becas que les permitan hacerlo), se toman años sabáticos o apenas matriculan asignaturas, etc.). Lo que finalmente nos hizo huir despavoridos fue el ver que ya en la primera media hora de clase la profesora pedía voluntarios para hacer exámenes de prueba pero que hubiera casi una decena de voluntarios fue el acabose. Huimos horrorizados por aquella estrambótica imagen aprovechando un momento de alboroto que los voluntarios provocaron al levantarse. No fuimos los únicos que lo hicimos ya que a nuestra salida nos siguieron unas pocas personas.

De pronto, Patri me dijo que paráramos un momento la marcha. El motivo era que no había cerrado del todo bien la botella de agua que llevaba en el bolso junto con los apuntes. Improvisamos un tenderete colocando los folios, el estuche y el propio bolso mojados encima de un radiador para que se secaran. La gente que pasaba inevitablemente echaba furtivas miradas a nuestro puesto ambulante con lo que nos reímos. Como tampoco era una nuestra intención estar allí esperando toda la tarde buscamos una bolsa de plástico para transportar los útiles. Cogimos prestada una bolsa del Plus que estaba sobre el sillín de una bicicleta a modo de paraguas. Nos fuimos a Neumarkt a hacer tiempo hasta las 18:30, hora en la que Patri había quedado con Rosa, su amiga con la que vino a recogerme al aeropuerto.

Anduvimos por varias tiendas previo paso por el banco para hacer un par de necesarias operaciones. Invité a Patri a un Dubliner calentito, que es un dulce muy típico de Alemania. Es como una especie de bizcocho relleno de mermelada de cereza, que si lo comes blandito se degusta mejor. Echamos un vistazo por algunas tiendas de ropa y fui cogiendo ideas para futuras compras, como ocurrió cuando entramos en una zapatería donde quedé prendado de unos zapatos estilo dandy (una moda muy usual en estos lares) y unas botas. Ella no pudo resistir la tentación de comprarse una camiseta abrigada. Le expliqué lo que recordaba de las recargas del móvil y seguimos mis instrucciones, que resultaron acertadas, para recarga el saldo de su móvil. Finalmente recogimos a Rosa y nos dimos un paseo en dirección a Dom (la parada de metro de la catedral. Dom es el término alemán que define a este edificio). Por el camino cayeron un cucurucho de patatas fritas con mayonesa y unos fulass que ellas buscaban para un disfraz para Halloween (yo ya tengo el mío pensado pero no es plan de reventaros la sorpresa con tanta antelación).

Se nos hizo de noche antes de llegar a la parada y justo antes de llegar, vimos como colgaban un llamativo cartel en una panadería. Eran las 19:30 y según el letrero a partir de la media hora siguiente los productos estarían a mitad de precio, así que aproveché para comprarme una barra de pan de chapata que luego congelaría para reutilizar en las comidas. Cuando paré para hacer transbordo antes de llegar a casa, vi de nuevo un cartel parecido en una panadería. Se ve que es una práctica habitual el intentar vender los productos del día antes que tirarlos (se lo comenté a Dennis y me dijo que no lo hacían todos los días ni todas las tiendas. En algunas guardaban lo del día anterior y lo vendían a mitad de precio la mañana siguiente). Volví a casa y me comí un bocadillo con pan del día calentito.

He olvidado añadir que en el camino de vuelta coincidí con otros Erasmus españoles que me recomendaron tomar sopa caliente de cena e hice otro gran hallazgo: casi al llegar a mi parada descubrí a un hombre que iba leyendo un tomo de One Piece (un manga que me encanta y colecciono. Supongo que en ese momento un escalofrío sacudió a mis padres pues la calma en la que vivían pensando que no encontraría cómics en Alemania les había durado bien poco) pero como tenía que bajarme no pude preguntarle dónde podía encontrar más tomos.

Cuando decía que había sido un día experimental me refería a que seguí el método de prueba y ensayo, como las hipótesis que se comprueban con el método científico. Hicimos unas comprobaciones previas antes de confirmar nuestras teorías y nos documentamos sobre futuras acciones, como con las compras. Investigamos, sí, pero también puede entenderse como experimental en el sentido de que fue un día sin un orden específico, sino con un caos imperante. Eso sí, fue entretenido pese a todo.

17 de octubre

En cuanto me levanté y terminé de prepararme, cogí mis bártulos para el papeleo y me fui al edificio del Studentenwerk con intención de renovar mi contrato de alquiler. Hacía unos días que había recibido una carta donde me daban de plazo para dar el número de cuenta para domiciliar el pago hasta el día 19. Como veréis, en Alemania los servicios de administración son más eficientes que los españoles, si bien al principio tenía hasta el día 15 para hacerlo, al estar en obras me avisaron por carta de que disponía de más días. En la puerta esperando reconocí a dos Erasmus españoles que me explicaron qué debía decir exactamente por si quería evitar complicaciones.

Cuando me tocó entrar, una señora me atendió en alemán y al ver que no entendía ni papa, se echó a reír y forzando su inglés, escudriñó un par de frases en las que me decía que esperara a que en unos momentos llegara una compañera suya que me ayudaría en inglés. Como ya sabía lo que debía hacer, le entregué mi contrato provisional firmado, mi pasaporte y el certificado de estudiante (el abono-transporte) a lo que reaccionó aliviada. Le indiqué que quería ampliarlo hasta julio y justo cuando terminamos el proceso llegó la angloparlante. Mi alemán me dio lo suficiente para entender la broma que le espetó la mujer que me atendió a la recién llegada cuando confirmó que solo quería una ampliación de contrato: “llegas tarde”, por lo que nos reímos en conjunto.

Con una cosa menos por resolver, regresé a casa a las 14:00. Tenía tiempo para cocinar así que me alegré porque ¡por fin podía comer comida sana!: ¡bacon con queso! No había comprado mucho más para cocinar así que freí unas tiras y unos trozos de ajo y los metí en un bocadillo que improvisé con dos rebanadas de pan tostadas. Abrí el zumo que mis compañeros me habían regalado con anterioridad (aparte de la alfombra y los muebles, me dejaron la nevera pequeña, de las dos que tenemos, entera para mí solo con todo lo que hubiera dentro aprovechable. Tiramos todo excepto un zumo de manzana sin abrir y una botella de vino seco rosado) y disfruté del festín. Al terminar de comer apareció Renaud de su cuarto y le pregunté si le molestaba de alguna forma que cocinara carne de cerdo a lo que me respondió que no le importaba, simplemente no la comía pero no se ofendía ni mucho menos.

Por la tarde visité a Edu con quien había quedado para ir a solicitar internet para mi habitación. Estaba ocupado por lo que me indicó cómo llegar y que allí me atenderían en inglés, por lo que podía ir solo. Ese día las lluvias irrumpieron en Colonia y con ellas el buen tiempo que nos había acompañado hasta entonces comenzó a disiparse. Fui corriendo hacia donde Edu me indicó y entré en la Fachhosule llegando desde un puente que la comunica con Deutzer Ring 5. Atravesé una encrucijada que descifré con las pistas que conocía (se accedía a la sala por la puerta este a la cual se llegaba por la oeste, que era la más cercana a la sur. Suena lioso pero es que os lo he mencionado tal cual me indicaron).

Llegué a la sala y allí un becario y una señora que me hacía de intérprete me atendieron. Rellené un impreso a modo de contrato y me dieron una clave de acceso para cumplimentar el formulario de solicitud para tener conexión en el cuarto. El becario me acompañó hasta una máquina mediante la cual se procesaba el formulario. Lo que no me dijeron es que necesitaba mi portátil para mirar unos códigos. Tenía poco minutos antes de que el becario terminara su jornada por lo que le dije que esperara que intentaría volver en seguida. Corrí lo más que pude y milagrosamente tardé menos de 10 minutos en subir a mi habitación y volver (claro que mientras corría en medio de la llovizna me repetía: ¿quién puede más: tú o las ganas de tener internet? La respuesta era obvia y fue el catalizador de la prisa que me di).

Ahora bien, niños, primera lección sobre qué debéis hacer si planeáis encender el ordenador fuera de casa. ¿He oído llevar consigo la batería o en su defecto un adaptador para enchufarlo a la electricidad? Muy bien, respuesta correcta porque fue justo lo que no hice con tanta prisa. La cara que se le quedó al becario cuando vio el panorama no puede describirse. Tomé aliento y me dije que volvería otro día. Merendé y me puse a escribir durante un largo rato viendo la lluvia sobre Colonia.

Fui a visitar a Cristina y sus compañeras me secuestraron, literalmente. Cris no sestaba allí sino haciendo la colada en el último piso, por lo que me llevaron hasta su sala común y me ofrecieron que la esperara allí sentado con ellas. Me divertí porque empezamos a reírnos: me puse a decir las palabras y frases que conocía de chino a la compañera china de Cris (una de ellas era “Wo ai ni”, que significa “te quiero” por lo que las chicas explotaron en risas); lo poco que conocía de árabe (que resultó ser una variante egipcia, supongo que se debe a que las aprendí durante mi estancia en ese país) a la marroquí, que me comentó que me daba un aire a su sobrino pequeño en los rasgos; y algo de lo que recordaba de mis estudios de francés a la compañera alemana que había estudiado en un colegio francés.

Las chicas me preguntaban por frases graciosas en español para bromear con Cristina. Cuando ella irrumpió minutos más tarde, todas la saludaron con un gran “¡Hola guapetona!”. Cris y yo estuvimos enseñándoles más frases conocidas como “qué fuerte” y similares y al final conseguimos que la marroquí, que por cierto es muy alocada, le dijera por teléfono a su novio (el cual sabe hablar en español): “Hola guapetón, estoy cachonda”, tras lo cual estuvimos riéndonos un rato.

Una cosa que nos he comentado todavía es que aquí hay verdadero interés por lo español, quizá especialmente por lo latinoamericano. De hecho, muchos vecinos alemanes de Patri estudian “latinoamericano” en la universidad y no es extraño encontrarse carteles que anuncian conciertos y fiestas con motivos latinos: salsa, ska-latino, grupos cubanos o españoles, etc. Cuando voy por el metro o simplemente paseando por las calles resulta curioso (aunque es habitual encontrarlos, pues los hay por todas partes) ver cafeterías o pubs con nombres latinos. También en los centros comerciales hay productos que no tienen el nombre traducido, como los tacos o las patatas (me vine engañado a Alemania. Me harté de jamón serrano en España porque me dijeron que aquí no habría y mira tú por dónde lo encontré en el LIDL a 2 euros en lonchas). Hay restaurantes especializados y en la universidad es uno de los idiomas que más interés suscita. Con razón llaman a esta ciudad “la ciudad más al norte de Italia”, pues puedes ir por la calle escuchando a gente en alemán y de pronto un “hola, ¿qué tal?” o “…pues el otro día…”. Quizá presto más atención por lo castellano, pero también hay un buen número de italohablantes en esta ciudad.

Terminé mi visita con las chicas prometiendo volver y me fui a casa a cenar. Coincidí con Dennis y le pregunté qué tal estaba del viaje a lo que me respondió “Kaputt”. A muchos os sonará esta palabra y os hará gracia (creo recordar que en castellano se usa en ocasiones). Os diré que en alemán significa tanto “roto, estropeado” como “hecho polvo” para personas y como conocía ambas acepciones pillé la broma. Le expliqué que había vuelto a hablar con el músico pero le tranquilicé diciéndole que estaba cumpliendo con lo prometido y no había vuelto a molestarme. Me puse una película y a su final me quedé dormido.

16 de octubre

Tan ensimismado iba repasando alemán en el metro que me pasé de parada. Concretamente de tres paradas. Había cogido una línea de metro distinta a la que solía usar para llegar antes y no me había fijado en cuando debía hacer el transbordo. Anduve por una manzana preguntando (por suerte tenía fresco cómo hacerlo correctamente) hasta que di con una parada de tranvía que podía llevarme de vuelta. Como había salido con tiempo de sobra de casa, no llegué muy tarde a la facultad, pero justo ese día la primera clase era en la biblioteca por lo que tuve que pasar de nuevo por la laberíntica experiencia de llegar al piso fantasma. La puerta estaba cerrada, pero como empecé a escuchar mucho ruido que provenía de dentro del aula, como de mucha gente moviéndose de sus asientos y levantándose para irse, decidí entrar para hablar con el profesor.

Se habían movido, sí, pero no para irse. Toda la clase estaba repartida en grupos de aproximadamente 5 ó 6 personas. Patri me miró como preguntando de dónde había aparecido a lo que respondí devolviéndole la mirada. Como ya estaba dentro y al parecer había escogido un momento estratégico para irrumpir, me senté con un grupo de gente que se encontraba al fondo, vía sugerencia del propio profesor. Le pedí a un chico que me explicara en qué consistía lo que debíamos hacer, pues cada miembro tenía dos textos. Era una clase de ensayos y debates sobre los mismos, como ya había tenido anteriormente en la Universidad Autónoma. Participamos en la clase como si fuéramos unos estudiantes perfectamente integrados, pues vimos que podíamos seguirla sin problema. Incluso me animé a debatir con una chica de otro grupo frente a toda la clase en una batalla diplomática. Por este motivo nos sorprendió que el profesor al final de la clase se acercara a nosotros y nos recomendara que buscáramos otra asignatura, pues la suya no estaba adaptada a Erasmus.

Primer desengaño pues le explicamos que no veíamos inconvenientes en la materia y que no estábamos interesados en asignaturas adaptadas a extranjeros, a lo cual nos respondió que él no iba a prohibirnos que volviéramos pero insistía en que no lo recomendaba. Salimos desconcertados, descartando de nuevo una asignatura (en la cual tampoco iban a darnos más que un par de créditos y necesitábamos 30 para el primer cuatrimestre). El examen de nivel empezaba en breve por lo que corrimos hacia el edificio con el salón de actos frente al de la facultad, ya que en el mismo la prueba se realizaría para casi 300 personas.

Fue de risa. Cuando salimos la gente que creía saber alemán reía histéricamente por no llorar. Consistió en dos partes diferenciadas, a cual más difícil y enrevesada. La primera fue una prueba de comprensión de escucha: nos leyeron un texto a toda prisa del cual debíamos tomar apuntes. Antes de seguir describiendo cómo se me dio el examen, cabe explicaros que las instrucciones del mismo se dieron todas íntegramente en alemán. Menos mal que no puntuaba para nota, porque de no ser por una chica española que se sentó a mi lado no me hubiese enterado de nada salvo de que tenía que poner mi nombre y dónde porque estaba escrito en las hojas de examen (que eran como las de selectividad: unos DINA3 doblados a modo de carpetilla con unos DINA4 grapados en su interior que debíamos usar como borradores).

Me tomé la lectura del texto como un dictado por lo que más que tomar apuntes escribí frases inconexas y fragmentadas. Al terminar la primera lectura nos entregaron un papel con 8 preguntas a las cuales debíamos responder en la hoja de examen, ayudados de nuestras anotaciones. Leí las cuestiones, intenté comprenderlas y decidí esperar a la segunda lectura. Esa vez logré entender de qué iba la cosa: era un texto sobre la inmigración europea a Alemania durante la década de los 60, centrada en el caso de un italiano. Fui respondiendo como pude parafraseando lo que escuchaba y se asemejaba a cada pregunta. Supongo que lo hice muy bien para mi nivel si no fuera porque tendría que haber respondido con frases completas… Acabé en 2 minutos de los 20 con los que contábamos, frente al resto de la gente que escribía como poseídos por sus exámenes. Como me aburría, me puse a contar las láminas de madera que componían el techo de la sala, los pasillos, la pared de enfrente…

La segunda y última parte fue el colmo. Nos dieron una hoja con las dos caras impresas en las que figuraban varios textos con huecos entre las oraciones que nosotros debíamos cumplimentar. Por supuesto y si acaso lo dudabais, la dificultad incrementaba con cada párrafo. Eran textos incomprensibles para el que escribe por lo que fui rellenando los apartados al voleo. Al principio intuía lo que seguía de cada palabra, pues por ejemplo, te colocaban las tres primeras letras de una palabra de seis, o bien miraba las palabras completas para adivinar las terminaciones, pero al llegar a las últimas partes simplemente me desquiciaba. El nivel de dificultad era demasiado elevado. Como ejemplo os diré que de las preposiciones solamente se mostraba la primera letra. Aquí me entretuve durante más tiempo aunque me sobró el suficiente como para dar un par de vistazos generales a la sala buscando una cara conocida a la que saludar y, para mi sorpresa, saludé a más gente de la que esperaba encontrar sin continuar el examen.

A la salida ya era plena tarde y puesto que el examen nos había pillado en el horario de comedor, fuimos a tomarnos unas porciones de pizza en un chiringuito que estaba frente a la facultad, el cual seguramente hizo su agosto ese día a juzgar por la afluencia que tenía. Durante los minutos de espera pude hacer nuevas amistades con estudiantes españoles, como Leo, un independiente (porque no está en ninguna de las residencias conocidas) estudiante de Filología alemana. Hicimos tiempo en la cafetería hasta la siguiente clase, que empezaba a las 17:45. Estos alemanes las ven venir, porque antes de que nosotros llegáramos la clase ya estaba completamente llena. No cabía una aguja. Aprovechamos la confusión y nos colamos por dónde pudimos de manera que al final Patri y yo estábamos cada uno en una punta del aula. La razón del éxito de afluencia de aquella clase era la profesora, quien poseía un gran poder de convocatoria.

Pocas veces me he reído tanto en una clase de universidad. La profesora, que era una suerte de actriz negra de telecomedia, al más puro estilo Whoopi Goldberg, hacía que te retorcieras de risa con sus histriónicas explicaciones (con contoneos, imitaciones de perfiles de alumno con varios registros (la tímida, el pasota, el histérico, etc) y críticas a su marido incluidas). A pesar de que la carga de trabajo era considerable ella hacía que te interesaras por la materia. Aunque el aula estaba llena como os he citado anteriormente, invitó a los rezagados que observaban desde fuera de las puertas del pasillo a que entraran y se sentaran donde pudieran, suelo incluido. Nos distribuyó por grupos para que sugiriéramos temas con los que trabajar y me puse a hablar con las dos chicas que tenía al lado. Se mostraron muy amables y pronto teníamos nuestra propia lista. Me dijeron que no tenían problema en que formara parte de su grupo y que me tranquilizara porque el trabajo no tendríamos que exponerlo hasta el final del cuatrimestre, allá por febrero. También me preguntaron que de dónde venía y descubrí que tenían nociones básicas de castellano.

Al final de la (interesante) clase fuimos a hablar con la profesora, la cual no puso ninguna objeción y tras preguntarme el nombre, me dio la bienvenida entre sonrisas (que interpreté como “bienvenido a Sister Act III”). Volví a casa agotado por todo el día y dormí como una marmota.

15 de octubre

El primer día de clase y ya llegaba tarde, estupendo. La clase empezaba sobre las 10:00 y llegué a la facultad 10 minutos tarde. La clase estaba cerrada y como me habían dicho que irrumpir en medio de una explicación es una falta considerada aquí muy gravemente, decidí hacer tiempo hasta que terminara y pudiera hablar con el profesor para que me incluyera en su lista de alumnos. Me conecté a internet desde un perfil provisional que una chica amablemente me configuró para poder navegar sin problemas por la red. Hablé con unos pocos contactos hasta que vi salir a Patri del pasillo donde tendría que estar en clase. Traía cara de no haberle gustado la asignatura y así era, pues me sugirió que mejor no volviéramos ya que la carga de trabajo era demasiada para los pocos créditos que nos daban.

Corriendo fuimos a apuntarnos a la prueba de nivel para los cursos de alemán gratuitos que ofrecía la universidad. Solo teníamos esa mañana y unas horas de la tarde para poder inscribirnos, y puesto que media universidad tenía el mismo escaso plazo, nos dimos toda la prisa que pudimos. Entramos en el edificio amarillo de los cursos de idiomas y nos agregamos a un grupo de conocidos españoles que estudiaban medicina (no sé qué debo de tener pero casi siempre acabo juntándome con futuros médicos, ¿mera casualidad?). Esperamos tres cuartos de hora hasta que por fin nos tocó el turno. Cerrábamos el cupo de los que se inscribían por la mañana, es decir, éramos los últimos y tras nosotros los que llegaran deberían esperar a la tarde. Me recomendaron que intentara apuntarme en el nivel A2 porque una idea básica del alemán ya tenía de las tres semanas del verano en que lo había estudiado.

Le expliqué brevemente mis motivos a la mujer que tomaba mis datos y me sugirió que quizá debería empezar por el nivel más elemental aunque si pasaba la prueba de nivel y después no me sentía cómodo en el nivel que había seleccionado podía cambiarme a otro más bajo sin mayor problema. Cabe añadir que los que decidían asistir al nivel A1 estaban exentos de tener que hacer la prueba de nivel. Así pues, tras ver mi nombre y datos registrados en el ordenador de aquella mujer, nos fuimos a comer a la mensa de la facultad de medicina, que quedaba a unos minutos al oeste de mi facultad. Lo curioso es que para llegar a ella había que bordear un cementerio…

Cuando terminamos de comer le dije a Patri que tenía que ir a la facultad para hacer mi matrícula (la de la universidad de Colonia debe hacerse por internet desde su web) así que mientras ella y una amiga de medicina, CrisCa (de Canarias), se tomaban un café esperando hasta la siguiente hora, me dirigí hacia la sala de ordenadores comunes. Allí me atendió una becaria que me indicó que mejor fuera unos pisos más arriba al despacho específico de la web de la facultad, del cual ignoraba su existencia hasta esos momentos, que allí me ayudarían a matricularme. Subí por las escaleras mecánicas (sí, en mi facultad no hay escaleras con escalones) y en la cola esperando conocí a dos chicas españoles que estaban en mi misma situación. Intercambiamos información sobre el modo de matricularse y se marcharon antes de que la becaria que atendió a mis peticiones comenzara el proceso por ordenador.

Fue un pequeño fracaso, puesto que de las 6 asignaturas que tenía pensado matricular (aquí se hacen por cuatrimestre, dos matrículas al año en total) solo pude inscribirme en una. La chica me dijo que no me preocupara pues el sistema permitía que solamente hablando con los profesores durante las primeras semanas pidiéndoles que me incluyeran en su lista bastaba para que pudiera estar inscrito en ellas. Bromeé un poco con ella y me tranquilizó añadiendo que con los estudiantes extranjeros los profesores solían ser más permisivos.

Bajé a buscar a Patri, no sin antes conectarme un ratito más en los ordenadores comunes, para ir a la siguiente clase que teníamos, ya a las 17:45. Las chicas con las que había hablado anteriormente también estaban en la clase esperando, puesto que también formaba parte de su plan de estudios. Charlamos durante un largo periodo de tiempo hasta que percibimos que la gente que esperaba en el pasillo en la puerta de la clase se iba. No iba a haber clase de esa asignatura al menos ese día. Terminamos la jornada riéndonos de lo divertida que había sido la clase (irónicamente era un curso de conversación).

Decidimos buscar el resto de aulas que aún teníamos sin ubicar. La prueba de nivel sería en el edificio de enfrente, en el salón de actos. Igualmente, una clase de literatura se impartiría en el aula magna del edificio junto al principal de la facultad. Estábamos entusiasmados de tener clases en un aula como las que suelen aparecer en las películas de universitarios. Finalmente, el resto de asignaturas se impartirían en el edificio de la biblioteca, que era el contiguo al edificio del aula magna (y cuya entrada queda a escasos metros de mi parada de tren). Pasamos por unos momentos angustiosos pues nos costó dar con las aulas, a las que se accedía atravesando un laberinto de puertas y escaleras que tardamos en resolver. Estaban en un hipotético cuarto piso (para que os hagáis una idea, desde fuera no podía verse dónde estábamos ya que supuestamente el edificio de la biblioteca se componía de dos pisos principales sin ningún bloque adjunto) que no podía percibirse desde fuera. Llegué a pensar si no estábamos en una dimensión paralela.

Volví a casa y antes de enclaustrarme en mi piso hice unas cortas visitas a mis vecinos Edu y Cristina. Saqué el taco de apuntes de alemán que tenía de julio y los coloqué sobre el escritorio para repasarlo por encima para la prueba de nivel. Sin embargo, tuve que subir de nuevo a darle un toque de atención definitivo al guitarrero ya que pasada la medianoche seguía tocando a su antojo, impidiéndome terminar de repasar. Se mostró un poco molesto a primeras pero su actitud cambió por completo cuando le comenté algo que me intranquilizaba: cuando tocaba tan alto como había estado haciendo las paredes de mi habitación temblaba y lo pasaba mal con el vértigo. Se disculpó de nuevo y prometió ser más comprensivo. Sellamos el acuerdo estrechando las manos. Desde entonces sus punteos siguen ahí pero ya no son más que un leve zumbido que apenas retumba y a partir de la noche cesa.