domingo, 28 de octubre de 2007

09 de octubre

El fatídico día de la partida hacia mi nuevo destino. Aunque me fui de casa con mucha pena, lo cierto es que no quise hacer ningún drama en parte porque las ganas de nuevas experiencias eran tantas como las de quedarme al abrigo y protección que me daban en casa. También las circunstancias me lo pusieron más fácil, pues llevaba casi una semana sin hacer nada salvo ultimar los preparativos y poder “despedirme” de aquel entorno tan familiar. Agradezco que mi madre no llorara delante de mí, pues no era la imagen que quería llevarme de ella en el viaje. No está de más aclarar que seguramente todos mis familiares estaban realmente preocupados frente a mi completa despreocupación en esos momentos, quizá porque no era del todo consciente de que me iba.

Llegamos a Madrid tras pocas horas en coche, un viaje en el que mi hermana mayor, Anamari, y yo no acompañamos despiertos a mi padre salvo en los últimos momentos. Allí nos pasamos por mi antigua residencia en “visita-relámpago” tan solo para recoger a mi hermana pequeña, Mamen, para llevarla a la universidad. Allí estuvimos un par de horas, las necesarias para comer con ella y una prima nuestra, Cristi, y volver a ver a mis amigas Bárbara y Carmen (y más gente que he conocido en los 3 años que he pasado en la Universidad Autónoma) fugazmente.

Por la tarde, sobre las 16:00 llegamos al aeropuerto donde estuvimos esperando para poder facturar como dos horas antes de que abrieran la ventanilla de la compañía de vuelo. Hasta allí se acercaron dos amigas, Mary y Silvia, para sumarse al comité de despedida. Aunque el peso máximo del equipaje no excedía por mucho el tope no me cobraron nada. Tampoco pesaron mis equipajes de mano (volaba con Germanwings, que es una compañía de bajo coste, por lo que muchos de su ingresos provienen de los incentivos que ganan con este tipo de “trampas”).

La hora de embarque eran las 18:55 y nos lo tomamos con bastante calma, pues hasta prácticamente esa hora no nos pusimos en movimiento. Ya en la puerta de embarque me despedí con alegría de los allí presentes, a lo que siguió un momento de cierta tensión, pues tuve que sacar el portátil de su funda para escanearlos por separado con lo cual, al ir llena hasta los topes, los útiles que estaban dentro casi salieron disparados aunque por suerte no fue así.

Una vez dentro, topé con una gran cola de gente esperando para subir al avión y por supuesto yo era el último (no esperaba más llegando con la hora tan pegada). Después, cuando anunciaron por megafonía que podíamos ir pasando, reparé en que el billete no tenía asiento numerado por lo que era de los primeros en subir (¡vaya suerte!) y así lo hice: me coloqué en la ventana para no perderme detalle, aunque con pocas horas de luz iba a contar. Poco más añadir excepto que no subí en regadera (los autobuses internos del aeropuerto), entré directamente en el avión. Nada más sentarme hice unas cortas llamadas telefónicas de despedida. Tuve como compañeras de viaje (las filas de asientos eran de tres en cada uno de los dos lados del avión) a dos alemanas que eran pareja que amablemente me avisaban cuando había algo que mirar. Hacia la mitad del viaje las azafatas ofrecían bebida aunque, claro, tenía que pagar por ellas (no sería muy significativo si no fuera porque cobraban las botellitas de 0,5 litros de agua a 3 euros. Otra de las pocas pegas de las compañías de bajo coste).

21:55 era la hora estipulada de llegada, aunque 10 minutos antes ya estaba en tierra esperando a recoger mi maleta. Me sorprendió ver la cantidad de gente que hablaba castellano que se bajó del avión. Patri, que se ofreció a venir a recogerme, llegó como 20 minutos más tarde de mi llegada, porque vino con una amiga y se equivocaron de tren (estuvieron en cocheras un rato porque no se dieron cuenta de que era la última parada hasta que el conductor fue a avisarlas). No hacía especial frío pero todos íbamos abrigados.

Montamos en el U-bahn, que es el transporte de aquí que hace las veces de tren de cercanías/metro/tranvía dependiendo de por dónde pase: unas veces por túneles, otras por bosques, otras por carreteras. Pude ver Köln de noche por primera vez, y puedo deciros que no está especialmente iluminada (los alemanes son ahorrativos hasta para eso) aunque es bonita, muy europea en su composición. No hay edificios muy viejos porque la ciudad quedó bastante dañada con las guerras.

Tras casi una hora de tren por fin llegamos a Efferen, un barrio de la periferia de Köln donde viven muchos estudiantes, entre ellos Patri. Cuando pedí casa para venirme aquí, escogí los tres modelos amueblados de Efferen, aunque finalmente me han enviado a un sitio un poco más lejos, en el lado oriental del río Rhein (o Rin, el de los nibelungos), que más o menos parte la ciudad en dos mitades. Como el horario de recogida de las llaves de mi casa era muy reducido, de 19:00 a 20:00, Patri me invitó a quedarme en su casa hasta que hiciera falta.

Su casa es muy graciosa, parece de mentira o de juguete. Es una casita de dos plantas con el techo azul y las paredes amarillas. Muy pequeñita pero mona. Cuando dejamos las maletas en su habitación, me presentó a sus compañeros: una valenciana que estudia Medicina y dos marroquís, que son primos, que viven juntos allí desde hace varios años, por lo que son un punto de referencia para conocer más a fondo las costumbres de esta ciudad. Sus otros compañeros son unos holandeses que estaban en su país en esos momentos. Es decir, que para un piso de 4 habitaciones viven 6 inquilinos juntos pero no revueltos. También estaban allí algunos Erasmus españoles colegas de las chicas.

Antes de irnos a dormir, comimos un poco y me conecté en su portátil para enviar la confirmación de que me encontraba bien a la gente de España, vía email.

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