domingo, 28 de octubre de 2007

16 de octubre

Tan ensimismado iba repasando alemán en el metro que me pasé de parada. Concretamente de tres paradas. Había cogido una línea de metro distinta a la que solía usar para llegar antes y no me había fijado en cuando debía hacer el transbordo. Anduve por una manzana preguntando (por suerte tenía fresco cómo hacerlo correctamente) hasta que di con una parada de tranvía que podía llevarme de vuelta. Como había salido con tiempo de sobra de casa, no llegué muy tarde a la facultad, pero justo ese día la primera clase era en la biblioteca por lo que tuve que pasar de nuevo por la laberíntica experiencia de llegar al piso fantasma. La puerta estaba cerrada, pero como empecé a escuchar mucho ruido que provenía de dentro del aula, como de mucha gente moviéndose de sus asientos y levantándose para irse, decidí entrar para hablar con el profesor.

Se habían movido, sí, pero no para irse. Toda la clase estaba repartida en grupos de aproximadamente 5 ó 6 personas. Patri me miró como preguntando de dónde había aparecido a lo que respondí devolviéndole la mirada. Como ya estaba dentro y al parecer había escogido un momento estratégico para irrumpir, me senté con un grupo de gente que se encontraba al fondo, vía sugerencia del propio profesor. Le pedí a un chico que me explicara en qué consistía lo que debíamos hacer, pues cada miembro tenía dos textos. Era una clase de ensayos y debates sobre los mismos, como ya había tenido anteriormente en la Universidad Autónoma. Participamos en la clase como si fuéramos unos estudiantes perfectamente integrados, pues vimos que podíamos seguirla sin problema. Incluso me animé a debatir con una chica de otro grupo frente a toda la clase en una batalla diplomática. Por este motivo nos sorprendió que el profesor al final de la clase se acercara a nosotros y nos recomendara que buscáramos otra asignatura, pues la suya no estaba adaptada a Erasmus.

Primer desengaño pues le explicamos que no veíamos inconvenientes en la materia y que no estábamos interesados en asignaturas adaptadas a extranjeros, a lo cual nos respondió que él no iba a prohibirnos que volviéramos pero insistía en que no lo recomendaba. Salimos desconcertados, descartando de nuevo una asignatura (en la cual tampoco iban a darnos más que un par de créditos y necesitábamos 30 para el primer cuatrimestre). El examen de nivel empezaba en breve por lo que corrimos hacia el edificio con el salón de actos frente al de la facultad, ya que en el mismo la prueba se realizaría para casi 300 personas.

Fue de risa. Cuando salimos la gente que creía saber alemán reía histéricamente por no llorar. Consistió en dos partes diferenciadas, a cual más difícil y enrevesada. La primera fue una prueba de comprensión de escucha: nos leyeron un texto a toda prisa del cual debíamos tomar apuntes. Antes de seguir describiendo cómo se me dio el examen, cabe explicaros que las instrucciones del mismo se dieron todas íntegramente en alemán. Menos mal que no puntuaba para nota, porque de no ser por una chica española que se sentó a mi lado no me hubiese enterado de nada salvo de que tenía que poner mi nombre y dónde porque estaba escrito en las hojas de examen (que eran como las de selectividad: unos DINA3 doblados a modo de carpetilla con unos DINA4 grapados en su interior que debíamos usar como borradores).

Me tomé la lectura del texto como un dictado por lo que más que tomar apuntes escribí frases inconexas y fragmentadas. Al terminar la primera lectura nos entregaron un papel con 8 preguntas a las cuales debíamos responder en la hoja de examen, ayudados de nuestras anotaciones. Leí las cuestiones, intenté comprenderlas y decidí esperar a la segunda lectura. Esa vez logré entender de qué iba la cosa: era un texto sobre la inmigración europea a Alemania durante la década de los 60, centrada en el caso de un italiano. Fui respondiendo como pude parafraseando lo que escuchaba y se asemejaba a cada pregunta. Supongo que lo hice muy bien para mi nivel si no fuera porque tendría que haber respondido con frases completas… Acabé en 2 minutos de los 20 con los que contábamos, frente al resto de la gente que escribía como poseídos por sus exámenes. Como me aburría, me puse a contar las láminas de madera que componían el techo de la sala, los pasillos, la pared de enfrente…

La segunda y última parte fue el colmo. Nos dieron una hoja con las dos caras impresas en las que figuraban varios textos con huecos entre las oraciones que nosotros debíamos cumplimentar. Por supuesto y si acaso lo dudabais, la dificultad incrementaba con cada párrafo. Eran textos incomprensibles para el que escribe por lo que fui rellenando los apartados al voleo. Al principio intuía lo que seguía de cada palabra, pues por ejemplo, te colocaban las tres primeras letras de una palabra de seis, o bien miraba las palabras completas para adivinar las terminaciones, pero al llegar a las últimas partes simplemente me desquiciaba. El nivel de dificultad era demasiado elevado. Como ejemplo os diré que de las preposiciones solamente se mostraba la primera letra. Aquí me entretuve durante más tiempo aunque me sobró el suficiente como para dar un par de vistazos generales a la sala buscando una cara conocida a la que saludar y, para mi sorpresa, saludé a más gente de la que esperaba encontrar sin continuar el examen.

A la salida ya era plena tarde y puesto que el examen nos había pillado en el horario de comedor, fuimos a tomarnos unas porciones de pizza en un chiringuito que estaba frente a la facultad, el cual seguramente hizo su agosto ese día a juzgar por la afluencia que tenía. Durante los minutos de espera pude hacer nuevas amistades con estudiantes españoles, como Leo, un independiente (porque no está en ninguna de las residencias conocidas) estudiante de Filología alemana. Hicimos tiempo en la cafetería hasta la siguiente clase, que empezaba a las 17:45. Estos alemanes las ven venir, porque antes de que nosotros llegáramos la clase ya estaba completamente llena. No cabía una aguja. Aprovechamos la confusión y nos colamos por dónde pudimos de manera que al final Patri y yo estábamos cada uno en una punta del aula. La razón del éxito de afluencia de aquella clase era la profesora, quien poseía un gran poder de convocatoria.

Pocas veces me he reído tanto en una clase de universidad. La profesora, que era una suerte de actriz negra de telecomedia, al más puro estilo Whoopi Goldberg, hacía que te retorcieras de risa con sus histriónicas explicaciones (con contoneos, imitaciones de perfiles de alumno con varios registros (la tímida, el pasota, el histérico, etc) y críticas a su marido incluidas). A pesar de que la carga de trabajo era considerable ella hacía que te interesaras por la materia. Aunque el aula estaba llena como os he citado anteriormente, invitó a los rezagados que observaban desde fuera de las puertas del pasillo a que entraran y se sentaran donde pudieran, suelo incluido. Nos distribuyó por grupos para que sugiriéramos temas con los que trabajar y me puse a hablar con las dos chicas que tenía al lado. Se mostraron muy amables y pronto teníamos nuestra propia lista. Me dijeron que no tenían problema en que formara parte de su grupo y que me tranquilizara porque el trabajo no tendríamos que exponerlo hasta el final del cuatrimestre, allá por febrero. También me preguntaron que de dónde venía y descubrí que tenían nociones básicas de castellano.

Al final de la (interesante) clase fuimos a hablar con la profesora, la cual no puso ninguna objeción y tras preguntarme el nombre, me dio la bienvenida entre sonrisas (que interpreté como “bienvenido a Sister Act III”). Volví a casa agotado por todo el día y dormí como una marmota.

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