martes, 30 de octubre de 2007

24 de octubre

Lo malo que tiene el juntar a un maníaco del detallismo con un diario que se redacta a partir de su memoria a corto plazo es que con la selección de información, en el proceso de escritura hay muchos comentarios que se quedan en el tintero, esperando su turno para ser expuestos. Uno de los hechos que me martiriza es el de querer explicar prácticamente todo lo que acontece a mi alrededor y hacéoslo llegar del mejor modo para que podáis sentir como si lo hubieseis vivido. ¿Para qué esta parrafada que en el fondo intuíais? Pues se debe a que olvidé añadir curiosidades como que desde el despacho de la secretaría de los cursos de idiomas puede verse un pequeño bosquecillo con conejitos por campando a sus anchas. La fauna que he llegado a encontrar por los mini-bosques que esporádicamente encuentro en Colonia se reduce exclusivamente a ardillas y aves. Tengo pendiente una visita a Efferen para observar erizos, que según me han dicho, los hay a patadas.

Este tipo de chorradas quizá no os diga nada pero creedme, si me conocéis lo suficiente, que si no lo incluyo reviento. No soporto olvidar cosas que en el momento de verlos apunto mentalmente en la lista de futuros elementos a comentar en el diario.

Concerniente a la mañana del miércoles, estuvo ocupada en su totalidad por la clase de Sprechen (habla en alemán), que es un curso gratuito al que asisto para acostumbrar el oído (como si no tuviera suficiente con la gente que va en el metro, por la calle o cuando voy a comprar. No, realmente no es así, los alemanes pecan de callados. Hablan más por la tele que en la vida real. Quizá sean extrovertidos, no lo dudo, pero se lo guardan exclusivamente para casa. Son muy silenciosos y cuando hablan entre ellos lo hacen por lo bajini, nada de a grito pelado como en nuestra querida piel de toro. Por lo que me veo obligado a escuchar alemán en espacios cerrados fuera de la facultad porque si no nada, por las calles los hispanohablantes, anglófonos e italohablantes están al acecho para asediarte con sus conversaciones en idiomas foráneos al de este país).

Me senté con Laurita (la malagueña) en la segunda parte de la clase, pues en la primera me tocó hacer un ejercicio de entrevista con una italiana. Aclaro de paso que hubo ligeras diferencias entre el ejercicio del curso de alemán con este. Lo curioso es que a pesar de que la clase de Sprechen está orientada a los más inmediatos principiantes, es decir, el nivel A1, el nivel de la materia impartida es mucho más elevado. Se exigen muchos más conocimientos a los alumnos y la profesora no para de hablar a una rapidez que no comprendo cómo pude enterarme de lo que explicaba. De vez en cuando Laura y yo lanzábamos rápidas miradas a una argentina que teníamos en frente para preguntar acerca de algún verbo. Mi diccionario acabó mareado de tantos viajes como le hicimos dar de un lado de la mesa a otro (de España a Argentina, emulando a un partido de fútbol). Descubrimos tardíamente que la profesora sabía hablar en castellano, un hecho que nos facilitaría explicaciones a la hora de estar en una situación desesperada, como la de no entender qué te están pidiendo.

A la salida de la clase, Laura me convenció para quedarme a comer a la mensa. Se acercó un instante al principio de la cola que había ese día para ver si veía a algún conocido con el que sentarnos y volvió riéndose, diciendo que luego me explicaría a quien había reconocido. Escogimos un filete de merluza empanado rodeado de puré de verduras con una pinta estupenda (y aún mejor sabor) y cogimos cada uno un cuenco con patatas fritas con forma cúbica. Antes de pagar, rociamos las patatas con un buen chorreón de crema de yogur (es como la salsa que le echan a los kebaps, aquí la consumen muy a menudo). Cuando nos aposentamos en una mesa con sitios libres (pese a que le insistí en que comiéramos en la mesa para niños, que me llega a la rodilla, para que sepáis la altura que tenía) se levantó para ir al servicio y de paso buscar a su amigo. Me dijo que estuviera atento a ver si pasaba por mi lado un tío alto “muy jipilongo” y “con aspecto de espinete alemán” (os cito textualmente, siempre buscando la fidelidad máxima). Nada más desaparecer del comedor, un tío con rastas rubias a lo espinete pasó corriendo delante de mí y supuse que sería él aunque ni me inmuté y volví a posar la mirada en el plato.

Laura regresó acompañada de su amigo, un alemán que vivía en su residencia el cual había terminado sus estudios de traductor y hablaba castellano pero con un acento mexicano. Se llamaba Herner, y efectivamente, tenía un aspecto desaliñado pero nos reímos con él y sus historias. Me corrigió algunas frases en alemán que le iba diciendo (Laurita ni se atrevía) y aprendí bastante de la cultura alemana. Por ejemplo, me dijo al saber mi nombre que en Alemania nadie solía llamarse como yo hoy día. Entonces le repliqué que no era un nombre tan extraño, pues en pleno Heumarkt hay una avenida que se llama “Augustinerstrasse” como le cité. Me explicó que se llamaba así por una orden de monjes de colonia, pero que lo que él quería enseñarme era que a los niños se les cuenta una historia sobre un tal “Dumb Augus” (Agus el bobo, más o menos) y por tanto mi nombre no es común entre los niños actualmente. Pensé que me estaba tomando el pelo por lo que le pregunté a un tío que tenía al lado si era cierto, a lo que me respondió que así era. ¡Pues a mi gusta! También averigüé que mi parada de metro (y barrio) se llaman “Baño Caliente” (Kalker Bad). Procuraré recordarlo a ver si cuando me pregunten dónde vivo voy a contestar haciendo proposiciones indecentes…

Tras terminar de comer, fuimos a la cafetería de la mensa (hay tres en el edificio, cada una en un piso diferente), buscando encontrar sitio en la de abajo del todo, que es la que tiene los sillones más cómodos, pero no tuvimos éxito en nuestra visita. Subimos a comprar unos cafés y unas muffins (magdalenas alemanas, que son como las del resto del mundo solo que tiene virutas de mermelada en lugar de chocolate). Enviamos una expedición a mirar si algunos sillones estaban desocupados y viendo que así era, bajé corriendo por las escaleras adelantando a dos estudiantes que pretendían sentarse en los únicos sillones libres. Una vez acomodados y despanzurrados en los cómodos asientos, Laura me explicó que no existe competencia entre las cafeterías de la mensa, pues todas son propiedad de la misma empresa y por tanto podíamos traer nuestro café de otra cafetería. Casualmente, la de los sillones es la más elegante, con estanterías de vino de exposición y con virutas de café en los soportes de las velas de cada mesa.

A continuación, Herner desenfundó la guitarra que cargaba a cuestas (una guitarra española, que para los alemanes es una “guitarra clásica”, nada de reconocer méritos a sus creadores). Averiguamos que era cantautor y que no había tomado clases de guitarra, era autodidacta. En primer lugar, nos deleitó con una canción ska que había compuesto en castellano. Nos indicó que era una canción con motivos alegres. Decía algo así como“…mi padre no puede aprender francés porque no es capaz y no se adapta… mis amigos pasan de todo y no se interesan por los problemas y yo no me preocupo porque me voy… me voy a morir…”. Primeramente nos quedamos estupefactos, con los ojos como platos tras la supuesta canción alegre. Una vez recuperados del shock, rompimos a reírnos a carcajadas hasta que no podíamos ni disimular las lágrimas. Le voy a proponer que me la escriba la próxima vez que le vea.

Seguidamente tocó un par de conocidas canciones de Sudamérica (como “el chico de Ipanema”, célebre canción brasileña, etc.) y versiones de Metallica, Nirvana y grupos alemanes (que amablemente se ofreció a traducirnos sin parar de tocar). Finalmente, tuvimos nuestro momento “zen” de tranquilidad y relajación absoluta con un par de bossa novas y composiciones de Paco de Lucía. Con este ambiente tan familiar, pude recrear mentalmente mi pueblo y mi casa. Estábamos tan a gustito que casi nos dormimos pero un cambio de tempo a forte en la última estrofa de la canción (a modo de la improvisación que suele hacerse en el jazz) nos devolvió de nuevo a la lujosa cafetería. La vela era puro caldo.

Laura y Herner me acompañaron hasta la parada de metro aunque antes de despedirse me preguntaron si conocía una tienda de discos de segunda mano, pues Laura es DJ y colecciona vinilos (otra peculiaridad de esta chica es que tiene el pelo de forma muy rara. Si la ves de frente y lleva puesto el abrigo, parece que lo tiene con corte al tazón, muy corto, pero si se lo quita, deja al descubierto su larga cola de caballo. Es caso aparte) pues le había comentado anteriormente que recordaba haber visto una en Zülpicher Platz, una zona que frecuentamos cuando salimos de marcha.

Volví a casa y descansé haciendo algo que echaba de menos, cumplir con una tradición “typical spanish”: sí, lo habéis adivinado, echarme la siesta (malpensados…). Al despertarme, preparé un par de bolsas donde guardaba la ropa sucia y con la tarjeta a mano, bajé hasta la zona de lavadoras, en el último piso, el de la entrada. Por si no lo he comentado, el sistema de lavado funciona introduciendo tu tarjeta en una máquina que te descuenta dinero del saldo del que dispongas, seleccionas el número (indicado por pegatinas) de la máquina donde previamente has colocado tu colada con el suavizante y el detergente. Si recoges la ropa en un tiempo inferior a dos horas e introduces de nuevo tu tarjeta, te devuelven un pequeño porcentaje del importe que comporta un lavado, rondando los 2-1,5 euros. También aclaro que si tardas más de dos horas en hacer este proceso, te penalizan cobrándote de más. Es un sistema pensado para evitar colapsos de lavadoras.

Hablé a través de los programas que me mantienen contacto con la gente de España para hacer tiempo antes de volver a por la colada y recogí mi húmeda (que no chorreante) ropa. La repartí al completo por todo el tendedero y acerqué éste al radiador de mayor tamaño mi habitación. Por la noche al ir a ducharme topé con la novia de Dennis, Catherina, que chapurreó un poquito de castellano como pudo y nos presentamos. Coincidí de nuevo con ellos a la hora de cenar. Estuvimos hablando de qué tal me iba por aquí y Dennis me hizo recitar lo que me enseñó acerca de Düsseldorf: si me preguntan que qué veo si vuelo en avión sobre Düsseldorf (que es la ciudad con la cual Colonia mantiene una rivalidad histórica) tengo que responder “solamente árboles y bosques”, porque en Alemania para referirse a alguien con la cabeza hueca se dice que tiene un bosque en la cabeza.

Otra más: ¿qué es lo que nunca debes pedir en Düsseldorf si no buscas pelea? Una Kölsch (la cerveza de Colonia). También me dijeron que las personas mayores llaman “botella vacía” a alguien que no sabe apenas hablar alemán viviendo en Alemania, o lo que os lo mismo, alguien que no hace aquello que se espera de él. Herner llamó “botella vacía” a Laura, ahora que recuerdo… Así estuvimos un rato tras el cual me explicaron dónde había cines con películas en versión original con subtítulos, por si algún día me apetecía ir. Se metieron en la habitación de Dennis y me puse a preparar la cena. Quería probar a freírme una tortilla francesa, así que cogí dos huevos de la nevera y los vertí dentro de un cuenco. ¿Conocéis a Murphy? Ese gran teorizador al que la ciencia no reconoce la gran validez de sus leyes. Para batir dos huevos no es necesario que la yema quede perfecta al caer en el cuenco, como sí pasa cuando los fríes. Impolutos, de catálogo, así quedaron los huevos en el cuenco, tanto que me dio hasta pena batirlos, pero mi cabezonería podía con la belleza de esas perfectas yemas.

Una vez batidos, derramé el líquido resultante en la sartén y digo derramé por no decir vertí, ya que de tanta aceite como había echado (no era tanta pero sí mucha para la recomendada para preparar una tortilla) el líquido comenzó a describir círculos por toda la superficie de la sartén. Conseguí acorralar al viscoso proyecto de tortilla y con el calor de los fogones fue cuajando y tomando forma. Aún así, no quedó una masa muy homogénea y uniforme. Dicen que en la cocina la estética cuenta mucho. Bien, pues entonces podemos considerar a mi cocina como arte cubista. Son platos abstractos, prototipos que sugieren un acercamiento de lo que se supone representan. Me partía de risa sólo mirando a mi tortilla (que para colmo se me tostó más de lo adecuado y me quedó crujiente, sumándose a sus peculiaridades) a la que decidí hasta bautizar como “Franky”, referenciando al monstruo de Frankenstein, un engendro creado a partir de una degenerada mente creativa. Podréis verlo en fotos.

Aunque Laura y Rocío quedaron para salir y me avisaron, no tenía ganas de salir y tampoco conseguí cambiar de idea hablando por teléfono con ellas por lo que me puse una película antes de dormir.


1 comentario:

joseisidro dijo...

cuanto estas aprendiendono, np solo de idiomas sino de cocina tradiciones etc...y de subsitencia te vendra bien para cuando vivas al año que viene en el piso de Madrid. El relato, las fotos y el nombre "franki" lo tomamos para un "monstruario de recetas de cocina"