domingo, 28 de octubre de 2007

13 de octubre

Las protagonistas indiscutibles de la mañana seguirían siendo las compras. Desperté a Edu sobre las 10:45 y bajamos hasta la parada de metro para ir a comprar. Hicimos transbordo en Neumarkt y aprovechamos para comprar algo con lo que desayunar. Lo que cayó fueron unos cruasanes cubiertos de chocolate blanco y relleno de cabello de ángel que empalagaban pero quitaban todo hambre. Una vez frente al Teppig, la primera sorpresa vino dada a que no tenía puerta de entrada en la calle principal, algo insólito teniendo en cuenta que solo los escaparates que se veían ocupaban lo que 5 tiendas juntas. Instigamos dando vueltas a las vitrinas para comprobar si estaba abierta, que así era a juzgar por las personas que vimos dentro. Finalmente, vimos que la gente se dirigía a la esquina que señalaba el parking y la doblamos. Descubrimos que la entrada al supermercado era subterránea y que podíamos acceder al mismo bajando una rampa. No sé en qué estaban pensando los que colocaron las filas de carritos de compra para ponerlas en una pendiente tan inclinada pero seguro que en lo que debían no. Costaba un poco sacar el carrito pero nada que no se solucionara con un par de maniobras. Por cierto, admitía tanto monedas de 50 céntimos como de 1 y 2 euros.

El Teppig por dentro era de todo menos lo que esperábamos de un supermercado. Vale, sí, tenía sus pasillos, sus estantes, sus cajeros y sus colas pero, ¿dónde se ha visto que en una tienda casi especializada en menage del hogar vendan zumos y galletas? En cualquier centro comercial te encuentras secciones dedicadas a distintas áreas pero esta tienda era una mezcla a medio camino entre todo a cien y tienda de alfombras. Justo en la entrada, contigua a las cajas registradoras estaba la minúscula zona de alimentación, tan grande como mi habitación para que os hagáis una idea. Básicamente había pan, chocolates varios, galletas, zumos, leche, verduras y para de contar. Una mezcla a la par curiosa y heterogénea.

A continuación se encontraban los miles de estantes con material de lo más variado. Seguro que si buscas algo en concreto lo encuentras sin problemas en estos almacenes. Había un gran surtido de tazas, lámparas, bolígrafos, tuppers, material de cocina, papeleras, velas, perchas, juguetes, material de papelería, bisutería, sudokus, y un sinfín de productos más. Creo que esta caótica aproximación ha sido lo suficientemente representativa para que lo visualicéis. Al fondo del pasillo principal quedaba la zona de las alfombras, mantas, felpudos y rollos de tela kilométricos. Ocupaba casi la mitad de la tienda por lo que no sería por variedad de formas, texturas o colores. Edu escogió un económico flexo, que era lo que teníamos pensado comprar de paso, y yo hice lo mismo además de coger un par de bolígrafos, un pack de tuppers de gran tamaño y una alargada taza.

De pronto paramos la mirada en unos escalones ascendentes que habíamos ignorado justo al entrar en la tienda. Llevaban a los escaparates que habíamos visto calle arriba: la sección de cortinas (“gardiner” en alemán), sábanas, colchones y telas para confección. Seleccionamos una barra de aluminio que nos venía perfecta para las ventanas pues encajaba a presión, sin causar desperfectos en las paredes. Porque esa es otra directriz muy importante que he olvidado mencionar. Cada cierto tiempo el encargado de mantenimiento de nuestro edificio (el mismo que solo trabaja tres horas a la semana) pasará a inspeccionar el estado del piso y el de las habitaciones, para comprobar que está todo correcto. Cuando me entregaron el piso, revisó por lo alto mi habitación para apuntar si había algo en mal estado como agujeros en la pared o grandes manchas. De ser así, lo comunicaría a la oficina central para que éstos tomaran medidas como cobros de compensaciones económicas al antiguo inquilino e indemnizaciones. Y por lo que me han contado suelen ser bastante aprovechados. De todas formas, tampoco creo que sean tan estrictos, en mi habitación ya había marcas visibles de pintura de la pared arrancadas por haber pegado algo con cinta adhesiva. Puede que sea otra de tantas leyendas de Deutzer Ring 5 pero por si acaso más vale no fiarse.

Preguntamos a varias personas hasta que por fin descubrimos que la susodicha barra valía 11 euros. Al verla tan cara y sintiendo que nos habíamos apresurado demasiado pensamos en posponer su compra hasta que supiéramos de otro método igualmente eficaz pero más económico o simplemente hasta que tuviéramos tiempo de ir a Ikea para comparar precios. Bajamos, pagamos cada uno nuestras compras y volvimos a casa. En la puerta de la calle le dije a Edu que me hiciera el favor de subir mi bolsa a su piso porque tenía pensado ir directamente a comprar la comida. Quedamos en que durante el rato que estuviera de compras, él aprovecharía para dar una cabezadita. Cuando regresara, comeríamos en mi piso.

Me dirigí a la hasta entonces inexplorada para mi zona sur de Deutzer Ring 5, un barrio de residenciales unifamiliares y bloques de pisos modernos. Siguiendo las indicaciones de Edu, crucé por debajo un puente sobre el que pasaban las vías del tren, giré un par de calles a la izquierda hasta que finalmente avisté al final de la calle el letrero del Plus. Se notaba que era sábado por la mañana porque alguna ventana despedía olores de cocina y no había mucha gente por las calles salvo chavales jugando en los parques de frondosos árboles y personas que hacían la compra semanal. No tardé en llegar ni 10 minutos desde casa.

Salí casi instantáneamente del Plus, el tiempo que tardé en coger un carrito de compra, coger un bote de nocilla y otro de Nesquick que sumaban casi dos euros y pensar para adentro “¡Qué caro!”. No tenía especiales ganas de investigar los precios por lo que di un vistazo general a los pasillos y devolví el carro de compra. Al salir, a unos 100 metros en línea recta me esperaba el LIDL, con cuyos precios estaba más familiarizado. Iba con la mochila a cuestas (con mi compañero inseparable, el diccionario de alemán, en su interior) por lo que me dije que intentaría comprar solo lo más urgente y necesario como la comida para ese día y que después regresaría a por las bebidas, las cosas para el desayuno, la leche, etc. Pero este pensamiento debió de perderse en algún rincón de mi mente en relativamente poco tiempo porque un rato después salía con dos bolsas llenas a rebosar más la ahora pesada mochila.

Compré de todo (puede que fuera por vagancia pura de evitar un viaje de vuelta al menos hasta pasados unos días): galletas, pasta, arroz, leche, salchichas, pizza, ajos, plátanos, bacon, queso, tomate frito, cereales, té, petit-suisses, nocilla, aceite, coca-colas, pan de molde, etc. Tenía que parar para descansar cada 10 pasos porque me dolía la espalda de todo lo que pesaba la mochila y los brazos agarrotados del peso de las bolsas aunque solamente tardé 5 minutos más de los que había necesitado para ir hasta allí. Recuerdo que mi columna vertebral me pedía a gritos un respiro como nunca antes había necesitado pero el hambre y las ganas de llenar mi hueco de la estantería de la cocina con algo que llevarse a la boca le daban explicaciones de por qué debía hacer un sobresfuerzo.

Llamé a Edu y dispusimos todos los utensilios para cocinar arroz cocido con tomate (lo que llamo “arroz a la cubana”). Para ser la primera comida que preparé en mi piso debo admitir que el plato en sí se llevaría el aprobado muy raspadito. Tampoco calificaría con nota más alta al procedimiento de elaboración porque fui bastante chapuza cometiendo fallos de lo que soy, un auténtico principiante. Primero estudié sin grandes aciertos el sistema de los fogones de mi cocina, una suerte de vitrocerámica primigenia, es decir, unos fogones sin llama. Tampoco vayáis a pensar en nada del otro mundo. Calentamos el agua sin esperar a que comenzara a hervir cuando echamos el arroz. Por suerte, acerté con la compra del arroz, pues era un paquete que traía 18 bolsitas individuales, supuestamente para una sola persona pero que con una sola de ellas bastó para los dos. Vertimos la sal y esperamos.

El aceite que uso para freír es de girasol, el que tiene precios más competentes por estos lares. Mientras que el arroz cocía decidimos preparar unas salchichas fritas y unos huevos que Edu aportó (no pude comprar un cartón de huevos esa mañana por evitar que se rompieran entre tantísima cosa como compré). El aceite cumplió con su función como buenamente le dejamos hacer y nos dejó unas salchichas a medio calcinar y unos huevos fritos con yema de forma abstracta (esto me dio algo de rabia pues me demostré repetidas veces que había perdido todo temor al aceite ardiendo y aún así no me acerqué lo suficiente para que el huevo tomara la forma perfecta). Como no regulamos de ninguna forma los tiempos de cocción, apagamos los fogones y sacamos el arroz cuando creímos conveniente. Craso error, pues estaba algo duro y sin apenas sal (debimos haberlo probado, detalle que obvié pero que apunté para la próxima).

Nos lo comimos con igual ilusión que hambre y recogí la mesa. Despedí a Edu y quedamos en ir a ver con unos colegas el partido de fútbol que se jugaba en España en algún bar. En ese momento llegaron mis compañeros e iniciamos una interesante conversación. Me preguntaron que cómo me encontraba, si me gustaba el piso y si me habían enseñado el piso pues, pese a que contesté afirmativamente, decidieron mostrármelo en detalle. Me explicaron cosas acerca de cómo se organizaban como el curioso sistema de friegue de la loza: nadie se molestaba si el otro dejaba lo que había utilizado sucio en el fregadero, pues cada persona, cuando veía conveniente o simplemente tenía tiempo, se ponía a darles un repaso. Es una especie de regla verbal que sigue el principio de “hoy por ti, mañana por mí”. Exactamente lo mismo para la limpieza del pasillo, cuarto de baño (a excepción de lo que dijo Dennis, mi compañero con parecido al líder de Metallica: si montas una fiesta y alguien vomita, limpia el que la organiza) y basura. Renaud me hablaba en alemán y francés por lo que sobreviví a la conversación gracias a Dennis que se defendía como podía con el inglés. Le entendía perfectamente aunque él no paraba de disculparse por su supuestamente oxidado inglés.

Me explicó cosas muy importantes como que no debía apagar las luces de los cuartos de baño porque si no aparecían humedad e insectos (aunque el piso es relativamente nuevo), que podía coger de su comida y de la de Renaud y que si quería, cuando viera que hacía falta comprar bienes de uso común (bolsas de basura, productos de limpieza, servilletas, papel higiénico, etc.) contribuyera a la causa reponiéndolos. Me regalaron un par de revistas con la programación de la tele (con lo cual descubrí que en Alemania tienen versión local de Tele 5 aunque con poco parentesco con sus homónimas española e italiana) y también me ofrecieron un montón de cosas que tenían apiladas en mi pasillo. Al parecer habían pertenecido al anterior inquilino de mi habitación, un tal Gabriel del que seguimos recibiendo cartas del banco, tales como un armario metálico con puerta de cristal (queda muy decorativo, o eso creo), una gran alfombra, una mesa que se movía sola (es muy divertida pero poco fiable) y una impresora sin cables. Era libre de cogerlos si quería puesto que iban a tirarlos y como me alegró mucho su gesto, me quedé con el pack completo.

Como último consejo antes de que les agradeciera encarecidamente lo amables que habían sido conmigo (hubo muy buen rollo, casi más parecía estar en una comuna hippie que en un piso de estudiantes) me preguntaron que si tenía novia, peliaguda pregunta a la que contesté fanfarroneando que en esos instantes todavía no. Dennis me dijo que él sí y que si venía alguna amiga a verme hiciera el favor de acompañarla hasta el metro pues los vagabundos encontraban irresistible el camino de entrada a Deutzer y ya habían asaltado a su novia en más de una ocasión. No imaginaba que el oscuro camino fuera así de peligroso por lo que le agradecí otra vez más que compartiera esa información conmigo. Cogí todas mis nuevas pertenencias y las coloqué en su lugar correspondiente en la habitación.

Pasé la tarde comenzando a escribir este relato que recoge mis vivencias como estudiante Erasmus en Colonia. Estaba contento por lo que me puse a escribir sin darme cuenta de que el atardecer acababa y la llegada de la noche era inminente. Esperé la llamada de Edu que no llegaba, por lo que tras varias horas de espera me puse a cenar algo desanimado pensando que me quedaría en casa esa noche. Envié unos mensajes a los móviles de Edu y Patri para quedar después del partido pero tampoco recibí respuesta. Cerca de las 23 horas, cuando ya había terminado de cenar y de ducharme, sentí el móvil sonando. Era Cris que me preguntaba dónde estaba para que me fuera al sitio donde ella y Edu me esperaban. Me vestí en un momento y me fui hacia la parada que me habían indicado.

Cuando llegué, esperé a que Cristina viniera a recogerme como habíamos acordado. Se celebraba una fiesta en el piso de unas chicas y ella sabía el camino porque estaba cerca de allí. De pronto empezó a aparecer un batallón de Erasmus españoles que me decían que venían de la fiesta. Saludé a los que más conocía y me compré una cerveza en el Kiosk donde todos se congregaban. Los botellines de cerveza alemanes son de medio litro, por lo que el precio medio oscila el euro y medio. En los Kiosk te venden la cerveza a ese precio y como todavía no estoy muy acostumbrado al jugo de malta fermentado, me compré una cerveza con toque de limón, que tiene el sabor más suave (se les conoce como “claras” o “shandys”).

Al parecer todos se iban a una fiesta de la cerveza (no es broma si veis que nombro demasiado esta bebida, pues una de las particularidades de Alemania es que aquí la cerveza es más barata que el agua, que por contra es bastante cara. Es una bebida que todos toman y no es raro ver a gente con el botellín en la mano incluso en los vagones del tranvía. Claro que, puedes meterte con una cerveza en el metro o con el perro pero no fumar en los andenes. Me caen bien estos germanos) pues la fiesta había resultado ser un chasco para ellos. De pronto, vi que solo una chica se quedaba allí viendo como todos los demás se iban en busca de juerga. Me dijo que era la propietaria del piso y promotora de la fiesta. Se llamaba Ruth y me invitó a acompañarla pues encontraríamos a Cristina en el camino. Ruth me comentó que apenas había podido organizar nada porque fue todo muy repentino, que apenas tuvo tiempo para preparar nada y se lamentaba porque había sido un desastre. Lo curioso era que la propia instigadora del grupo que se fue de la fiesta había sido su compañera de piso.

Subí a la primera planta del piso y me adentré por la única puerta abierta que había según se entraba, la cual daba a un patio interior que comunicaba con varios pisos. Allí estaban sentadas varias personas, entre ellas Patri. Al poco tiempo llegaron Edu y Cristina que habían ido a buscarme. Resulta que tanto Edu como Patri tenían el saldo agotado y por eso le dijeron a Cristina que me avisara, así que no se olvidaron de mí y se disculparon. Les dije que no se preocuparan y les agradecí que fueran a buscarme. Estuvimos un buen rato charlando mientras los allí presentes se tomaban unas copas al tiempo que intentábamos animar a Ruth, que se desvivía por intentar mejorar el ambiente pese a que le insistíamos en que así tranquilos estábamos muy a gusto. Finalmente, cuando acabamos con las existencias, partimos en busca de marcha hacia la zona de Zülpicher Platz, que quedaba cerca de Neumarkt. Deambulamos durante una hora para encontrarnos con un grupo de españoles que volvía a casa y al ver que todos los locales empezaban a cerrar sus puertas, decidimos hacer lo mismo y pillar el primer metro a casa. Llegamos sobre las 6:00.

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